Exhibición de muerte
Con los grandes temas, y con los no tan grandes y también a veces con los pequeños, la prensa nacional ingresa a un estado de euforia operacional que le nubla la visión y la razón. Un estado de obsesión competitiva, en el que las únicas medidas están en el impacto, el volumen, la cantidad, que son horas o superficies impresas. Los grandes temas ponen en marcha todos los mecanismos de competición, de prueba y eficacia, que no es siempre eficiencia, los que están a su vez guiados por las leyes del mercado. Se trata de una carrera que además de prisa tiene mucho de exhibición y pirotecnia táctica, lo que le inhibe la reflexión.
La muerte de Juan Pablo II ha sido como el tsunami, la guerra de Irak, el fatal accidente de Lady Diana en Paris o también un mundial de fútbol: una oportunidad en la que los medios se sienten con la obligación de desplegar todos sus recursos económicos, tecnológicos y humanos para destacar ante la competencia. La necesidad de información que tiene en aquellos momentos la ciudadanía los convierte, junto con el evento, en los protagonistas. Los eventos ya parecen no existir en sí mismos, sino a través de los medios, que los ensanchan, alargan y dramatizan según los supuestos intereses de las audiencias.
Se trata de una carrera estandarizada. No sólo porque todos los medios impresos rompieron con la diagramación de sus portadas y la televisión con su parrilla, sino porque las coberturas son todas similares, como si alejarse de aquel formato altisonante significara precariedad de recursos, ignorancia o falta de sensibilidad. La estandarización, sin embargo, no está exclusivamente en el formato. Penosamente está instalada también en los contenidos, que se simplifican en un solo discurso sin matices. Un discurso que está modelado, ya sea por el poder, ya sea por las corrientes mayoritarias de opinión pública, las que se expresan como un totalitario juicio que aplasta los intereses y sensibilidades de las minorías. En medio de la vorágine informativa se escucha esa sola voz monocorde, que se repite hasta la saturación.
La muerte de Juan Pablo II ha sido la defunción a través de los medios de una figura mediática. Y, en este sentido, es similar a la de Diana Spencer, una personalidad que había sido construida por los medios. En el caso de Karol Wojtyla, cuyo deceso estaba ya anunciado desde hacía meses, fue una exhibición a través de la televisión de un martirologio. El Papa, enfermo desde hacía años, transmitió su mal y sufrimiento –que no es ni mayor ni menor a la de cualquier otro anciano- como prueba y ejemplo de fe y templanza hacia sus seguidores. Pocas veces habíamos observado por televisión un proceso de esta naturaleza.
Lo que ha seguido tras su muerte es lo esperado, un evento comunicacional, el efecto de un proceso, podemos decir de evangelización, conducido hasta las últimas consecuencias por el poder de los medios. El resultado es centenares de millares de creyentes y no tan creyentes pero asiduos consumidores de televisión desfilando al borde del colapso místico emocional por la Plaza San Pedro, espectadores que participan de un suceso histórico tomando fotografías digitales, comprando postales y recuerdos del acontecimiento único.
El producto informativo no es cualquier producto, sino que es una mediación de la realidad social. Pero, bajo este criterio, durante la cobertura informativa tras la muerte del Papa hubo sólo otra realidad capaz de hacerle el peso. Sólo el fútbol se mantuvo como fuente creadora de realidad. El resto del mundo, del conjunto de fenómenos que conforman lo informable, había sucumbido o desaparecido o se habían fusionado con la muerte del pontífice.
El peso de los medios ante estos fenómenos, que son a veces mundiales pero también locales, silencia cualquier otra voz y pensamiento. Es tan espesa y voluminosa la corriente de opinión pública, capaz de acongojar en nuestro caso a millares de espectadores, que no hubo político, periodista –con la excepción tal vez de Tolerancia Cero de Chilevisión- capaz de esbozar un juicio justo sobre las polémicas políticas de Juan Pablo II. El resto, medios y personalidades públicas, candidatos y parlamentarios, miraban temblorosos al vacío con desconsuelo.
Este es tal vez el efecto más perverso de estos masivos eventos mediáticos. Cuando se nubla el criterio se repita a fuerza de costumbre el discurso dominante, que ha sido en el caso que nos compete también un discurso totalitario e intolerante. Así fue como nuestros medios señalaron a ETA durante la jornada del 11 de marzo del 2004, repitiendo el discurso de Aznar; así fue como siguieron también los dictados del pentágono durante la invasión a Irak y así ha sido con este último suceso, cuando también ha sonado una sola voz.
La muerte de Juan Pablo II ha sido como el tsunami, la guerra de Irak, el fatal accidente de Lady Diana en Paris o también un mundial de fútbol: una oportunidad en la que los medios se sienten con la obligación de desplegar todos sus recursos económicos, tecnológicos y humanos para destacar ante la competencia. La necesidad de información que tiene en aquellos momentos la ciudadanía los convierte, junto con el evento, en los protagonistas. Los eventos ya parecen no existir en sí mismos, sino a través de los medios, que los ensanchan, alargan y dramatizan según los supuestos intereses de las audiencias.
Se trata de una carrera estandarizada. No sólo porque todos los medios impresos rompieron con la diagramación de sus portadas y la televisión con su parrilla, sino porque las coberturas son todas similares, como si alejarse de aquel formato altisonante significara precariedad de recursos, ignorancia o falta de sensibilidad. La estandarización, sin embargo, no está exclusivamente en el formato. Penosamente está instalada también en los contenidos, que se simplifican en un solo discurso sin matices. Un discurso que está modelado, ya sea por el poder, ya sea por las corrientes mayoritarias de opinión pública, las que se expresan como un totalitario juicio que aplasta los intereses y sensibilidades de las minorías. En medio de la vorágine informativa se escucha esa sola voz monocorde, que se repite hasta la saturación.
La muerte de Juan Pablo II ha sido la defunción a través de los medios de una figura mediática. Y, en este sentido, es similar a la de Diana Spencer, una personalidad que había sido construida por los medios. En el caso de Karol Wojtyla, cuyo deceso estaba ya anunciado desde hacía meses, fue una exhibición a través de la televisión de un martirologio. El Papa, enfermo desde hacía años, transmitió su mal y sufrimiento –que no es ni mayor ni menor a la de cualquier otro anciano- como prueba y ejemplo de fe y templanza hacia sus seguidores. Pocas veces habíamos observado por televisión un proceso de esta naturaleza.
Lo que ha seguido tras su muerte es lo esperado, un evento comunicacional, el efecto de un proceso, podemos decir de evangelización, conducido hasta las últimas consecuencias por el poder de los medios. El resultado es centenares de millares de creyentes y no tan creyentes pero asiduos consumidores de televisión desfilando al borde del colapso místico emocional por la Plaza San Pedro, espectadores que participan de un suceso histórico tomando fotografías digitales, comprando postales y recuerdos del acontecimiento único.
El producto informativo no es cualquier producto, sino que es una mediación de la realidad social. Pero, bajo este criterio, durante la cobertura informativa tras la muerte del Papa hubo sólo otra realidad capaz de hacerle el peso. Sólo el fútbol se mantuvo como fuente creadora de realidad. El resto del mundo, del conjunto de fenómenos que conforman lo informable, había sucumbido o desaparecido o se habían fusionado con la muerte del pontífice.
El peso de los medios ante estos fenómenos, que son a veces mundiales pero también locales, silencia cualquier otra voz y pensamiento. Es tan espesa y voluminosa la corriente de opinión pública, capaz de acongojar en nuestro caso a millares de espectadores, que no hubo político, periodista –con la excepción tal vez de Tolerancia Cero de Chilevisión- capaz de esbozar un juicio justo sobre las polémicas políticas de Juan Pablo II. El resto, medios y personalidades públicas, candidatos y parlamentarios, miraban temblorosos al vacío con desconsuelo.
Este es tal vez el efecto más perverso de estos masivos eventos mediáticos. Cuando se nubla el criterio se repita a fuerza de costumbre el discurso dominante, que ha sido en el caso que nos compete también un discurso totalitario e intolerante. Así fue como nuestros medios señalaron a ETA durante la jornada del 11 de marzo del 2004, repitiendo el discurso de Aznar; así fue como siguieron también los dictados del pentágono durante la invasión a Irak y así ha sido con este último suceso, cuando también ha sonado una sola voz.