Faraón sin pirámide
Cien años atrás, durante el preámbulo de la celebración del primer centenario de la república de Chile, en 1910, una de las más agudas críticas venía desde la izquierda, en la voz de Luis Emilio Recabarren. Entonces, el histórico líder, declaraba que “sólo tienen razón de conmemorarla los burgueses, porque ellos, sublevados en 1810 contra la Corona de España, conquistaron esta patria para gozarla y aprovecharse de todas las ventajas que la Independencia les proporcionaba; pero el pueblo, la clase trabajadora, que siempre ha vivido en la miseria, nada, pero absolutamente nada ha ganado con la Independencia de este suelo de la dominación española".
Motivos sobraban para una crítica tan mordiente. El país, dirigido por una oligarquía, vivía en una fuerte y permanente crisis política, con problemas no menores en educación, vivienda y otros múltiples aspectos sociales, que reducían la esperanza de vida a sólo 31 años. Chile, entonces, tenía una población de unos tres millones 200 mil habitantes, de los cuales unos dos tercios correspondía al mundo rural. Santiago reunía apenas el diez por ciento del total del país y, por cierto, a sus clases dominantes.
La construcción más emblemática para el primer centenario fue el Museo Nacional de Bellas Artes, que reunió obras que estaban albergadas en la Quinta Normal. El Diario Ilustrado describía el 22 de septiembre de 1910, con todo el espíritu europeizante de la época, el nuevo recinto: “Nuestros artistas tienen una regia casa, ese palacio que reúne todas las comodidades y los adelantos en la materia, además de la armonía y belleza de su construcción. Dentro de su recinto se cree estar en Europa, y al asomarnos por los amplios ventanales por donde se filtra la luz suave propicia a los cuadros, vemos las cordilleras de los Andes, todo el hermoso paisaje de nuestro suelo”.
Un siglo ha pasado y Chile se prepara para conmemorar su segundo centenario, tal vez en un clima político más estable que en 1910, pero con no menores problemas sociales que entonces. Uno de ellos está en el radical cambio de la estructura de su población, que de rural ha pasado a ser urbana, con el 87 por ciento de sus habitantes viviendo en ciudades y el 40 por ciento en Santiago.
Durante la apertura del periodo legislativo del año 2000, el presidente Ricardo Lagos reconoció los serios problemas sociales de las ciudades chilenas, las que “hemos contaminado, descuidado e incluso convertido en laberintos de congestión que parecen ahogarnos”. En la oportunidad, Lagos desplegó tal vez su programa más ambicioso, al comprometerse para llegar al Bicentenario “con ciudades más bellas, menos contaminadas, más expeditas, dignas, amables y cultas (…) les propongo realizar una gran reforma de las ciudades para mejorar la integración y la convivencia de las mismas”.
Programa de 241 obras
La propuesta de Lagos ha tomado forma en el Programa Bicentenario, que se despliega en 241 proyectos de muy diversas naturalezas emplazados por todo el país, los que van desde grandes obras de infraestructura vial, renovación urbana y creación de nuevos barrios, obras de regadío, recuperación de los bordes costeros, de edificios históricos, nuevas plazas y parques, y creación de infraestructura turística, entre otros. Al término de su mandato, Lagos prevé tener terminados 89 de estos proyectos y tener otros 57 en ejecución.
Son 26 las ciudades que participan en el gran proyecto, pero los más emblemáticos están en Santiago, desde la red de autopistas urbanas concesionadas, el sistema de transporte público Transantiago, a grandes renovaciones urbanas, como será el Portal del Bicentenario en los terrenos del aeropuerto Los Cerrillos en la comuna de Maipú y las remodelaciones en el casco antiguo de Santiago. Hay también numerosas plazas, parques y edificios, como la nueva biblioteca regional frente al centro cultural Matucana 100, también incluido en el amplio programa, el nuevo centro de Justicia o la Plaza de la Ciudadanía a los pies de La Moneda, que proyectará y abrirá el histórico centro cívico hacia el actual relegado Paseo Bulnes.
Las numerosas obras programadas para el 2010, podemos afirmar, rompen con la inercia de una ciudad modelada durante las últimas décadas por el sector privado, que se ha identificado con espacios cerrados y discriminadores, cuyos mayores símbolos son el mall, el condominio vigilado o los edificios corporativos, que hallan su paroxismo en la torre de Telefónica en la Plaza Italia, erigida cual desvergonzado monumento al poder tecnológico y financiero ibérico instalado a este lado del Cono Sur.
Protagonismo del sector privado
La fuerte irrupción del sector público como regulador y planificador de las ciudades se considera hoy como necesaria, aun entre aquellos sectores oficiantes del liberalismo más recalcitrante, los que han reconocido el fracaso del sector privado en resolver materias como el trasporte público y la planificación urbana. El caos de la locomoción colectiva santiaguina es un efecto directo de un sector liberado a las fuerzas de la oferta y la demanda, lo mismo que la extensión de la ciudad hacia barrios dormitorios cada vez más distanciados de las actividades comerciales, industriales y administrativas, con sus nocivos efectos en contaminación, congestión y degradación de la calidad de vida.
Las obras del bicentenario, que son un efecto de una necesaria intervención pública en el orden urbano, están, sin embargo, cruzadas por los intereses privados, como queda en evidencia en las autopistas urbanas concesionadas, las que aun resolviendo un problema de circulación discriminan su uso y consolidan una perniciosa estructura ciudadana. Santiago, pese a la actual y futura intervención pública proyectada en las obras bicentenario, mantiene y mantendrá aquella segregación del territorio y de las actividades según los ingresos y el papel social de sus habitantes. Las autopistas concesionadas son la certificación de varias ciudades en un gran tejido. Lo que veremos de Santiago es, a grandes rasgos, lo que ya tenemos: espacios públicos de acceso restringido.
El presidente que gobernaba Chile hace cien años atrás no logró pasar a la historia por las obras del centenario. No lo hizo por la crisis de gobernabilidad del sistema parlamentario, y tal vez por mala salud: Pedro Montt murió en agosto de 1910 –le quedaba todavía un año de gobierno- y su reemplazante, Elías Fernández Albano, falleció un mes más tarde, traspasándose el cargo a Emiliano Figueroa, que gobernó con el título de vicepresidente.
Lagos, que goza de buena salud, no será el presidente del 2010, sin embargo ya se ha instalado como un gran y prodigioso constructor, cuyas obras posiblemente perdurarán como lo ha hecho el Museo de Bellas Artes y el entorno del Parque Forestal, un desperdicio antes del centenario. Lagos ha puesto en marcha una actividad constructiva tal vez desequilibrada, al considerar otras grandes falencias sociales nacionales, como la educación, el desempleo o la inequidad en la riqueza, que le ha llevado a ganarse de manera sumergida el apodo de “faraón”, mote que lo relaciona con la obsesión monumental de los viejos reyes egipcios y, contemporáneamente, con su correligionario francés, el ex presidente François Mitterrand. El mandatario galo, que gobernó Francia entre 1981 y 1995, fue apodado “El último Faraón” por una supuesta obsesión por la inmortalidad, expresada en grandiosas obras arquitectónicas (pero básicamente por la pirámide de cristal en el Louvre), que erigió para la conmemoración del bicentenario de la Revolución Francesa.
Con sus diferencias, Lagos quiere poner a Chile en el mundo desarrollado, ubicación que no es sólo estadística y numeral, sino también física, espacial y visual. Hasta el momento, dicen las autoridades, Chile está incorporado al concierto internacional mediante los múltiples tratados de libre comercio y sus exportaciones, pero sus ciudades tienen un claro perfil tercermundista.
La ciudad como expresión del modelo económico
Se trata, en cualquier caso, de una inserción comercial, en la cual el sector privado exportador ha recogido los mayores, y probablemente los únicos, beneficios. Un modelo económico que se extiende a numerosas otras actividades, entre las que está el desarrollo urbano: el estado establece el tablero de juego en el que desplegarán sus actividades, más o menos libremente, los privados. En este sentido, los planteamientos teóricos del gran proyecto, publicados de forma oficial, apuntan hacia este modelo: “La oferta que nuestras ciudades sean capaces de articular dará la clave para esa inserción en la red mundial, a partir de los recursos existentes, su potenciación, transformación o valoración. Con estas reflexiones en perspectiva, la posibilidad de plantear proyectos urbanos emblemáticos que mejoren la fisonomía de una ciudad, así como su memoria urbana colectiva, debe necesariamente asociarse a un planteamiento general de desarrollo, que permita un proceso de renovación con nuevos proyectos e intervenciones más allá del 2010”.
No hace falta una profunda agudeza para detectar la orientación del actual Proyecto Bicentenario. Tampoco para conectar estos planteamientos con una de las más perversas consecuencias del modelo económico. La tremenda y creciente inequidad en la distribución de la riqueza, generada por un bien determinado régimen económico, se ha aplicado y se aplica a la ciudad, cuyos orígenes más bestiales tuvo una expresión con las erradicaciones durante la dictadura: los pobres en el extrarradio, en los márgenes, junto a otros pobres; los pudientes con sus pares.
Las obras del Bicentenario, que apuntan en teoría a mejorar la calidad de vida urbana, no rompen con este esquema de segregación social, que convierte a Santiago en una ciudad fragmentada, donde hay comunas cercanas al Primer Mundo y muchas en el Tercer y no pocas bajo él. Un imaginario de la elite basado en la discriminación nos lleva a considerar las diferencias urbanas y de la calidad del espacio como si fueran parte de la naturaleza. Las clases altas en sus condominios de alto standing y ahora conectadas con sus oficinas o industrias mediante autopistas de peaje de alta tecnología.
El Programa Bicentenario no tiene alusiones explícitas a una mayor integración social, la que si bien no parte del espacio urbano debiera expresarse en él. Por el contrario, el magno proyecto es una continuación, una manifestación física, de las políticas en boga. El urbanista norteamericano Mike Davis, al analizar el escenario de la globalización, afirma que “el mercado libre implica un laberinto de puestos fronterizos fortificados (…) Muy por el contrario, el capitalismo neoliberal ha construido la mayor barrera para la libertad de movimiento de la historia”. Si en el mundo hoy sólo las mercancías tienen libertad de circulación –preguntémosle a los africanos que intentan alcanzar en balsas las costas de la Unión Europea o a cualquier otro pobre del planeta- en Santiago los desplazamientos rápidos –que son y serán los reales y eficientes- estarán limitados a quienes tienen los recursos para solventarlos. Quien no tenga los medios para viajar en una autopista de peaje será como lo es hoy un ciclista en la Alameda: la velocidad es un poder hoy también medido por recursos económicos.
La consolidación de las diferencias
El sociólogo catalán Manuel Castells ha escrito respecto a las ciudades que “la construcción de la convivencia en el respeto de la diferencia son algunos de los retos más importantes que han tenido y tienen todas las sociedades. Y la expresión concentrada de esa diversidad cultural, de las tensiones consiguientes y de la riqueza de posibilidades que también encierra la diversidad se da preferentemente en las ciudades, receptáculo y crisol de culturas, que se combinan en la construcción de un proyecto ciudadano común”.
Lo que tenemos en Santiago está en el extremo contrario a estas afirmaciones. No sólo tendemos a la consolidación de actividades tan absurdas como crueles –vivir en Puente Alto y trabajar en Conchalí o Vitacura- sino a afianzar una ciudad de vidas desiguales. La entrega de las autopistas urbanas a empresas privadas es una clara señal de la disímil ciudad que se refuerza: los pudientes descendiendo por la Costanera Norte a cien kilómetros por hora en sus 4x4 y los pobres y menos pobres dejando más de una hora diaria en el transporte público, lo que no sólo significa baja productividad (aquella gran medida público-privada), sino el deterioro de sus vidas social y familiar.
Crear una gran biblioteca pública, plazas, parques, nuevos barrios (los que estarán, por cierto, liberados a la especulación privada) o la Plaza de la Ciudadanía como extensión del centro cívico (y reforzamiento del poder simbólico del Estado), no resolverá esta distorsión social, que no es sólo la segmentación de las funciones de la ciudad, sino la segregación del territorio como expresión de la segregación social. No sólo tendremos bien precisas las zonas residenciales y laborales, sino también las de clase alta y baja. Bajo esta separación, de qué vale un Paseo Bulnes cuando los oficinistas del centro han de viajar (en micro) más de una hora para llegar a sus hogares. Bajo este modelo tendremos más e inútiles plazas para ricos –que no las usarán porque para eso tienen el club de golf- y plazas para pobres, que ya sabemos cuál es su destino.
Los antiguos faraones construyeron sus obras como emblema personal, como vehículo de trascendencia religiosa en una sociedad teocrática. Los nuevos faraones planifican sus obras como mecanismos de trascendencia histórica, estrategia, sin embargo, apoyada en la inmediatez de sus épocas, la que es resbaladiza ante los cambios sociales, políticos y, por cierto, de la historicidad. Corren el riesgo de quedar inscritos para los futuros historiadores como los constructores de monumentales errores.
Motivos sobraban para una crítica tan mordiente. El país, dirigido por una oligarquía, vivía en una fuerte y permanente crisis política, con problemas no menores en educación, vivienda y otros múltiples aspectos sociales, que reducían la esperanza de vida a sólo 31 años. Chile, entonces, tenía una población de unos tres millones 200 mil habitantes, de los cuales unos dos tercios correspondía al mundo rural. Santiago reunía apenas el diez por ciento del total del país y, por cierto, a sus clases dominantes.
La construcción más emblemática para el primer centenario fue el Museo Nacional de Bellas Artes, que reunió obras que estaban albergadas en la Quinta Normal. El Diario Ilustrado describía el 22 de septiembre de 1910, con todo el espíritu europeizante de la época, el nuevo recinto: “Nuestros artistas tienen una regia casa, ese palacio que reúne todas las comodidades y los adelantos en la materia, además de la armonía y belleza de su construcción. Dentro de su recinto se cree estar en Europa, y al asomarnos por los amplios ventanales por donde se filtra la luz suave propicia a los cuadros, vemos las cordilleras de los Andes, todo el hermoso paisaje de nuestro suelo”.
Un siglo ha pasado y Chile se prepara para conmemorar su segundo centenario, tal vez en un clima político más estable que en 1910, pero con no menores problemas sociales que entonces. Uno de ellos está en el radical cambio de la estructura de su población, que de rural ha pasado a ser urbana, con el 87 por ciento de sus habitantes viviendo en ciudades y el 40 por ciento en Santiago.
Durante la apertura del periodo legislativo del año 2000, el presidente Ricardo Lagos reconoció los serios problemas sociales de las ciudades chilenas, las que “hemos contaminado, descuidado e incluso convertido en laberintos de congestión que parecen ahogarnos”. En la oportunidad, Lagos desplegó tal vez su programa más ambicioso, al comprometerse para llegar al Bicentenario “con ciudades más bellas, menos contaminadas, más expeditas, dignas, amables y cultas (…) les propongo realizar una gran reforma de las ciudades para mejorar la integración y la convivencia de las mismas”.
Programa de 241 obras
La propuesta de Lagos ha tomado forma en el Programa Bicentenario, que se despliega en 241 proyectos de muy diversas naturalezas emplazados por todo el país, los que van desde grandes obras de infraestructura vial, renovación urbana y creación de nuevos barrios, obras de regadío, recuperación de los bordes costeros, de edificios históricos, nuevas plazas y parques, y creación de infraestructura turística, entre otros. Al término de su mandato, Lagos prevé tener terminados 89 de estos proyectos y tener otros 57 en ejecución.
Son 26 las ciudades que participan en el gran proyecto, pero los más emblemáticos están en Santiago, desde la red de autopistas urbanas concesionadas, el sistema de transporte público Transantiago, a grandes renovaciones urbanas, como será el Portal del Bicentenario en los terrenos del aeropuerto Los Cerrillos en la comuna de Maipú y las remodelaciones en el casco antiguo de Santiago. Hay también numerosas plazas, parques y edificios, como la nueva biblioteca regional frente al centro cultural Matucana 100, también incluido en el amplio programa, el nuevo centro de Justicia o la Plaza de la Ciudadanía a los pies de La Moneda, que proyectará y abrirá el histórico centro cívico hacia el actual relegado Paseo Bulnes.
Las numerosas obras programadas para el 2010, podemos afirmar, rompen con la inercia de una ciudad modelada durante las últimas décadas por el sector privado, que se ha identificado con espacios cerrados y discriminadores, cuyos mayores símbolos son el mall, el condominio vigilado o los edificios corporativos, que hallan su paroxismo en la torre de Telefónica en la Plaza Italia, erigida cual desvergonzado monumento al poder tecnológico y financiero ibérico instalado a este lado del Cono Sur.
Protagonismo del sector privado
La fuerte irrupción del sector público como regulador y planificador de las ciudades se considera hoy como necesaria, aun entre aquellos sectores oficiantes del liberalismo más recalcitrante, los que han reconocido el fracaso del sector privado en resolver materias como el trasporte público y la planificación urbana. El caos de la locomoción colectiva santiaguina es un efecto directo de un sector liberado a las fuerzas de la oferta y la demanda, lo mismo que la extensión de la ciudad hacia barrios dormitorios cada vez más distanciados de las actividades comerciales, industriales y administrativas, con sus nocivos efectos en contaminación, congestión y degradación de la calidad de vida.
Las obras del bicentenario, que son un efecto de una necesaria intervención pública en el orden urbano, están, sin embargo, cruzadas por los intereses privados, como queda en evidencia en las autopistas urbanas concesionadas, las que aun resolviendo un problema de circulación discriminan su uso y consolidan una perniciosa estructura ciudadana. Santiago, pese a la actual y futura intervención pública proyectada en las obras bicentenario, mantiene y mantendrá aquella segregación del territorio y de las actividades según los ingresos y el papel social de sus habitantes. Las autopistas concesionadas son la certificación de varias ciudades en un gran tejido. Lo que veremos de Santiago es, a grandes rasgos, lo que ya tenemos: espacios públicos de acceso restringido.
El presidente que gobernaba Chile hace cien años atrás no logró pasar a la historia por las obras del centenario. No lo hizo por la crisis de gobernabilidad del sistema parlamentario, y tal vez por mala salud: Pedro Montt murió en agosto de 1910 –le quedaba todavía un año de gobierno- y su reemplazante, Elías Fernández Albano, falleció un mes más tarde, traspasándose el cargo a Emiliano Figueroa, que gobernó con el título de vicepresidente.
Lagos, que goza de buena salud, no será el presidente del 2010, sin embargo ya se ha instalado como un gran y prodigioso constructor, cuyas obras posiblemente perdurarán como lo ha hecho el Museo de Bellas Artes y el entorno del Parque Forestal, un desperdicio antes del centenario. Lagos ha puesto en marcha una actividad constructiva tal vez desequilibrada, al considerar otras grandes falencias sociales nacionales, como la educación, el desempleo o la inequidad en la riqueza, que le ha llevado a ganarse de manera sumergida el apodo de “faraón”, mote que lo relaciona con la obsesión monumental de los viejos reyes egipcios y, contemporáneamente, con su correligionario francés, el ex presidente François Mitterrand. El mandatario galo, que gobernó Francia entre 1981 y 1995, fue apodado “El último Faraón” por una supuesta obsesión por la inmortalidad, expresada en grandiosas obras arquitectónicas (pero básicamente por la pirámide de cristal en el Louvre), que erigió para la conmemoración del bicentenario de la Revolución Francesa.
Con sus diferencias, Lagos quiere poner a Chile en el mundo desarrollado, ubicación que no es sólo estadística y numeral, sino también física, espacial y visual. Hasta el momento, dicen las autoridades, Chile está incorporado al concierto internacional mediante los múltiples tratados de libre comercio y sus exportaciones, pero sus ciudades tienen un claro perfil tercermundista.
La ciudad como expresión del modelo económico
Se trata, en cualquier caso, de una inserción comercial, en la cual el sector privado exportador ha recogido los mayores, y probablemente los únicos, beneficios. Un modelo económico que se extiende a numerosas otras actividades, entre las que está el desarrollo urbano: el estado establece el tablero de juego en el que desplegarán sus actividades, más o menos libremente, los privados. En este sentido, los planteamientos teóricos del gran proyecto, publicados de forma oficial, apuntan hacia este modelo: “La oferta que nuestras ciudades sean capaces de articular dará la clave para esa inserción en la red mundial, a partir de los recursos existentes, su potenciación, transformación o valoración. Con estas reflexiones en perspectiva, la posibilidad de plantear proyectos urbanos emblemáticos que mejoren la fisonomía de una ciudad, así como su memoria urbana colectiva, debe necesariamente asociarse a un planteamiento general de desarrollo, que permita un proceso de renovación con nuevos proyectos e intervenciones más allá del 2010”.
No hace falta una profunda agudeza para detectar la orientación del actual Proyecto Bicentenario. Tampoco para conectar estos planteamientos con una de las más perversas consecuencias del modelo económico. La tremenda y creciente inequidad en la distribución de la riqueza, generada por un bien determinado régimen económico, se ha aplicado y se aplica a la ciudad, cuyos orígenes más bestiales tuvo una expresión con las erradicaciones durante la dictadura: los pobres en el extrarradio, en los márgenes, junto a otros pobres; los pudientes con sus pares.
Las obras del Bicentenario, que apuntan en teoría a mejorar la calidad de vida urbana, no rompen con este esquema de segregación social, que convierte a Santiago en una ciudad fragmentada, donde hay comunas cercanas al Primer Mundo y muchas en el Tercer y no pocas bajo él. Un imaginario de la elite basado en la discriminación nos lleva a considerar las diferencias urbanas y de la calidad del espacio como si fueran parte de la naturaleza. Las clases altas en sus condominios de alto standing y ahora conectadas con sus oficinas o industrias mediante autopistas de peaje de alta tecnología.
El Programa Bicentenario no tiene alusiones explícitas a una mayor integración social, la que si bien no parte del espacio urbano debiera expresarse en él. Por el contrario, el magno proyecto es una continuación, una manifestación física, de las políticas en boga. El urbanista norteamericano Mike Davis, al analizar el escenario de la globalización, afirma que “el mercado libre implica un laberinto de puestos fronterizos fortificados (…) Muy por el contrario, el capitalismo neoliberal ha construido la mayor barrera para la libertad de movimiento de la historia”. Si en el mundo hoy sólo las mercancías tienen libertad de circulación –preguntémosle a los africanos que intentan alcanzar en balsas las costas de la Unión Europea o a cualquier otro pobre del planeta- en Santiago los desplazamientos rápidos –que son y serán los reales y eficientes- estarán limitados a quienes tienen los recursos para solventarlos. Quien no tenga los medios para viajar en una autopista de peaje será como lo es hoy un ciclista en la Alameda: la velocidad es un poder hoy también medido por recursos económicos.
La consolidación de las diferencias
El sociólogo catalán Manuel Castells ha escrito respecto a las ciudades que “la construcción de la convivencia en el respeto de la diferencia son algunos de los retos más importantes que han tenido y tienen todas las sociedades. Y la expresión concentrada de esa diversidad cultural, de las tensiones consiguientes y de la riqueza de posibilidades que también encierra la diversidad se da preferentemente en las ciudades, receptáculo y crisol de culturas, que se combinan en la construcción de un proyecto ciudadano común”.
Lo que tenemos en Santiago está en el extremo contrario a estas afirmaciones. No sólo tendemos a la consolidación de actividades tan absurdas como crueles –vivir en Puente Alto y trabajar en Conchalí o Vitacura- sino a afianzar una ciudad de vidas desiguales. La entrega de las autopistas urbanas a empresas privadas es una clara señal de la disímil ciudad que se refuerza: los pudientes descendiendo por la Costanera Norte a cien kilómetros por hora en sus 4x4 y los pobres y menos pobres dejando más de una hora diaria en el transporte público, lo que no sólo significa baja productividad (aquella gran medida público-privada), sino el deterioro de sus vidas social y familiar.
Crear una gran biblioteca pública, plazas, parques, nuevos barrios (los que estarán, por cierto, liberados a la especulación privada) o la Plaza de la Ciudadanía como extensión del centro cívico (y reforzamiento del poder simbólico del Estado), no resolverá esta distorsión social, que no es sólo la segmentación de las funciones de la ciudad, sino la segregación del territorio como expresión de la segregación social. No sólo tendremos bien precisas las zonas residenciales y laborales, sino también las de clase alta y baja. Bajo esta separación, de qué vale un Paseo Bulnes cuando los oficinistas del centro han de viajar (en micro) más de una hora para llegar a sus hogares. Bajo este modelo tendremos más e inútiles plazas para ricos –que no las usarán porque para eso tienen el club de golf- y plazas para pobres, que ya sabemos cuál es su destino.
Los antiguos faraones construyeron sus obras como emblema personal, como vehículo de trascendencia religiosa en una sociedad teocrática. Los nuevos faraones planifican sus obras como mecanismos de trascendencia histórica, estrategia, sin embargo, apoyada en la inmediatez de sus épocas, la que es resbaladiza ante los cambios sociales, políticos y, por cierto, de la historicidad. Corren el riesgo de quedar inscritos para los futuros historiadores como los constructores de monumentales errores.