Sueldos y salarios: Lo mínimo, lo ínfimo y lo grotesco
Las cifras sobre salarios que hace un tiempo reveló la encuesta Casen de Mideplán tienen una directa relación con las de pobreza publicadas por este mismo ministerio. Una relación nada nueva y menos sorprendente: porque la pobreza tiene en Chile como causa principal los insuficientes ingresos. Pese a establecerse esta conexión, la que resulta evidente, hay también una serie de áreas opacas, las que apuntarían a empeorar las cosas. Lo que dice el gobierno, lo que logra sondear y traducir en números y estadísticas, refleja una realidad social y económica mucho más cruda y compleja. Si Mideplán publicó hace un par de meses que sólo el 13,7 por ciento de los chilenos vivían bajo la línea de la pobreza, cifra porcentual que correspondería a unos dos millones 200 mil personas, ahora confirma que hay un millón de trabajadores con ingresos iguales o menores que el mínimo. Si tenemos en cuenta que la población activa la conforman unos 6,5 millones de personas, aproximadamente un 15,3 por ciento de este grupo está en o bajo el salario mínimo. Hay, sin duda, y en una primera mirada, una relación entre el grupo de bajos salarios y el grupo de pobres que detecta la metodología de Mideplán.
El asunto es qué mide esta metodología. Porque quién cree que en Chile sólo el 13,7 por ciento es pobre si en Estados Unidos las estadísticas dicen que más o menos un trece por ciento de la población está en esa condición. Y lo mismo en la Unión Europea, con un porcentaje similar, y aun mayor, de los ciudadanos bajo la línea de pobreza. Obviamente, la explicación no resiste mucha argumentación: se trata de metodologías diferentes, las que aun cuando tiendan a justificar un poco las similitudes, que más parece una coincidencia numeral, una casualidad, no logran explicar el sentido de chilenizar las mediciones de pobreza. Por cierto hay menos pobres según esa estadística, pero ello no explica qué es ser pobre y qué es no ser pobre, ni tampoco mide ni conoce las verdaderas carencias.
La demanda de elevar el salario mínimo que lanzó hace algún tiempo el presidente de la Conferencia Episcopal, Alejandro Goic, no sólo es un llamado a toda la elite política, económica y empresarial de este país a hacer algo por los trabajadores (no sabemos si legislar, discutir o simplemente rasgarse las vestiduras, como ha sido la reacción hasta ahora), sino que ha omitido concientemente, y pese a la ira de la senadora Evelyn Matthei, todo el discurso económico instalado desde hace más de veinte años en cuanto el crecimiento, junto a los equilibrios fiscales y macroeconómicos, llevaría a Chile al desarrollo. Esta declamatoria, que cada año como en un sarcástico ritual proyecta el fin del subdesarrollo y del tercermundismo, ha sido simplemente ignorada por Goic y la Iglesia católica. La economía chilena lleva más de veinte años creciendo y durante la década pasada sobre el siete por ciento, pero las carencias endémicas de la mayoría de la población se mantienen. El modelo, evidentemente, no sólo ha fallado en la reducción de la pobreza y el subdesarrollo, sino que ha transparentado su verdadera inspiración, que es la magnificación de las ganancias para las grandes corporaciones. De ello, ya no hay duda.
El gobierno, y especialmente la misma presidenta Michelle Bachelet, han acogido este clamor, que es, en estos momentos, más moral que político. Pese a ello, pese a proceder este discurso desde la Iglesia católica, coincide con la emergencia de movilizaciones sociales y laborales. La Iglesia, de cierto modo, ha recogido oportunamente el profundo malestar social y lo ha elevado a la categoría de demanda. Y así lo hizo nuevamente el 18 de septiembre durante el Te Deum ecuménico en la catedral de Santiago. El arzobispo Francisco Javier Errázuriz lanzó otra vez esta demanda social ante la elite política del país. Nadie, desde la presidenta Michelle Bachelet, sus ministros y todo el espectro parlamentario pudo no haber oído la súplica. Pero ¿es la Iglesia católica chilena la encargada de modelar la agenda política, de construir los programas políticos?
Teniendo en cuenta la falta de representatividad política, la Iglesia ha pasado a ser un portavoz, un vicario de las grandes masas de trabajadores y ciudadanía sin gran capacidad de expresión. No se trata de un mero cambio de discurso de las cúpulas eclesiásticas, sino de la capacidad de percibir la magnitud de los problemas no resueltos durante los años de democracia.
Lo que ha sucedido, y es esto lo más destacable, es el comienzo del desplazamiento de las grandes corrientes de pensamiento. De cierta manera, la realidad, la simple percepción, ha comenzado a apartar a la tecnocracia y a todos sus métodos y estadísticas. Pese a todos los indicadores, a todas las variables exhibidas, a todos los grandes discursos, pese a la “señora Juanita”, aquel invento de Ricardo Lagos, lo que le queda claro al país es que permanecen las grandes carencias. Es más, la desigualdad ha aumentado junto a todos sus perversos efectos sociales. Ha quedado claro que con la estructura salarial la pobreza y el deterioro social simplemente se reproduce.
El obispo Goic habló de un salario ético de 250 mil pesos, el que ha sido, y contra todas las predicciones, acogido por numerosas instancias políticas. No sólo la Cámara de Diputados se movilizó rápidamente para discutir la materia, también la Fundación Chile 21, ligada al Partido Socialista, ha elaborado incluso una propuesta concreta para convertir de aquí a cinco años el salario mínimo en uno ético.
Por cierto que la reacción es y será implacable. No sólo la histeria y fundamentalismo de la senadora Matthei, también los think tanks de la derecha. Hace un par de meses, durante el vergonzoso trámite que elevó el salario mínimo a escasos 144 mil pesos, el Instituto Libertad y Desarrollo publicó un documento que resumía y refrendaba la clásica proclama neoliberal que hemos venido escuchando desde hace más de veinte años: el aumento del salario mínimo genera desempleo, lo que perjudica a los más pobres.
La desigualdad en el corazón del Imperio
De una u otra forma, este discurso conservador, asimilado también por la Concertación, hoy en día hace agua. Su hundimiento viene desde el corazón del Imperio, que tras largos años de extremo neoliberalismo ha comenzado a recoger sus resultados. La actual crisis hipotecaria en Estados Unidos ha mostrado el colapso al que ha conducido la total libertad de mercado, aumentando la desigualdad en los ingresos a niveles históricos. Según cifras del 2005, el uno por ciento de los hogares más ricos obtiene el 22 por ciento del total de ingresos, más del doble de lo que obtenía en 1970. Esta es la mayor concentración de la riqueza en Estados Unidos desde 1928, cuando ese uno por ciento se apropiaba del 23,9 por ciento de los ingresos totales (citado en Inequality.org)
Entre 1979 y el 2005, el cinco por ciento más rico de la población vio incrementar su riqueza en un 83 por ciento; durante ese mismo periodo, el ingreso del cinco por ciento más pobre disminuyó en un uno por ciento. Si en 1962 la riqueza del uno por ciento más adinerado era 125 veces la del promedio, ésta ascendió a 190 veces el 2004 (U.S. Census Bureau). Según otra comparación del aumento de la desigualdad, el uno por ciento más rico posee el 34,1 por ciento de toda la riqueza, más que el 90 por ciento de la población, con el 28,9 por ciento de la riqueza. El otro nueve por ciento más rico es dueño del 36,9 por ciento.
Este proceso tiene su referente en los sueldos. Los altos ejecutivos, los CEOs (Chief Executive Officer), ganan 411 veces más que el sueldo promedio. Estos ejecutivos obtienen más que el doble que sus contrapartes en el Reino Unidos, Alemania o Francia y unas cuatro veces más que los japoneses o coreanos. Y lo que sucede aquí arriba, sufre un proceso inverso entre los otros trabajadores (datos de Inequality.org). Entre 1949 y 1979 los salarios promedios en Estados Unidos se reajustaron en un 75 por ciento; desde entonces, sólo han aumentado un dos por ciento. El 2006, como resultado de la rebaja de impuestos de la administración de George W. Bush, el 20 por ciento más pobre de los hogares ganó un promedio de 23 dólares, el veinte por ciento situado en la clase media recibió 448 dólares. Sin embargo, el uno por ciento más rico ganó 39 dólares y el 0,1 por ciento unos 200 dólares (Economic Policy Institute).
Las críticas al manejo económico del actual gobierno en Estados Unidos, que cumplirá, como la profecía, siete años el 2008, no sólo proceden hoy en día desde sectores radicales y de izquierda. Paul Craig Roberts, que fue secretario asistente del Tesoro durante el gobierno de Ronald Reagan, escribía hace unas semanas que “el siglo XXI no ha traído a los norteamericanos (con la excepción de los CEO’s, administradores de Hedge Funds y banqueros de inversión) ningún crecimiento en la renta real media de los hogares. Los norteamericanos han incrementado su consumo disminuyendo su tasa de ahorro al nivel de la gran depresión de 1933 cuando el desempleo fue masivo, consumiendo sus activos y elevando la cuenta de sus tarjetas de crédito. La capacidad de la población para continuar acumulando más deuda personal, como mínimo, está limitada.”
Lo que dice el economista salta a la vista: el consumo en Estados Unidos durante los últimos años viene directamente ligado a la deuda, un fenómeno que no es único y que en otros países, como el nuestro, estaría también alcanzando sus límites. En España, un informe de la Caixa de Catalunya publicado hace pocas semanas reveló que la deuda de los hogares pasó desde un 70 por ciento de la renta familiar en el 2000 a un 115 por ciento el 2006.
Volviendo a la encuesta Casen de Mideplán, es posible establecer una relación entre la proporción de trabajadores que reciben el ingreso mínimo o un salario menor a él y la cantidad de personas que vive en la pobreza. En el primer caso se trata del 15 por ciento de los trabajadores, en el segundo, del 13,7 por ciento de la población. Bien sabemos que en los hechos la cantidad de pobres supera con creces a ese guarismo, lo mismo que la cantidad de trabajadores con sueldos insuficientes para solventar una mínima calidad de vida.
Según la Asociación Chilena de Seguridad (ACHS), el sueldo promedio imponible que las empresas suscritas a la institución pagan a sus trabajadores es de 400 mil pesos, una cifra que sin embargo ha de corregirse por diversos factores. Las empresas afiliadas a la ACHS son 36.500, con un total de un millón 781 mil trabajadores, cifra que corresponde a sólo el 26 por ciento de la fuerza laboral chilena, estimada en seis millones y medio de personas. Si consideramos que las empresas suscritas a esta institución respetan la ley laboral y las normas de previsión y salud de sus empleados, podemos afirmar que se trata del grupo más afortunado, en términos de remuneraciones y seguridad social, de los trabajadores chilenos. Pero hay también otro factor no menos relevante. Estos datos no muestran la estructura salarial al interior de las empresas. Y si estimamos que la pobreza y la desigualdad social y económica en Chile está fuertemente marcada por los ingresos, es altamente probable que el grupo más alto de ejecutivos distorsionen hacia arriba este sueldo promedio de 400 mil pesos.
Otros estudios han establecido el ingreso promedio nacional en unos 300 mil pesos. Si consideramos que según otras estadísticas de Mideplán el veinte por ciento más rico de la población obtiene casi el 50 por ciento de la renta nacional, esta cifra promedio estaría también muy distorsionada por los ingresos de las familias más ricas. La realidad nacional, si descontamos a ese grupo de privilegiados, estaría arrojando unos resultados de extrema precariedad, lo que ha sido bien percibido por la Iglesia católica.
¿Y cómo hemos sobrevivido? La respuesta, tal como ha sucedido en otros países, bastante más ricos que el nuestro, claro está, es a través del crédito, de la deuda. Es así como los créditos de consumo, sólo los del sector bancario, han venido creciendo durante los últimos años a una tasa cercana al veinte por ciento, lo que ha de tener un referente muy similar en los que otorgan las casas comerciales. Como señala Paul Craig Roberts, es imposible que se mantengan indefinidamente estos niveles de deuda entre las familias.
En Chile, ya es imposible. Tras las últimas alzas en las tasas de interés decretadas por el Banco Central, el futuro se pone muy incierto ¡Que nos pille confesados!
El asunto es qué mide esta metodología. Porque quién cree que en Chile sólo el 13,7 por ciento es pobre si en Estados Unidos las estadísticas dicen que más o menos un trece por ciento de la población está en esa condición. Y lo mismo en la Unión Europea, con un porcentaje similar, y aun mayor, de los ciudadanos bajo la línea de pobreza. Obviamente, la explicación no resiste mucha argumentación: se trata de metodologías diferentes, las que aun cuando tiendan a justificar un poco las similitudes, que más parece una coincidencia numeral, una casualidad, no logran explicar el sentido de chilenizar las mediciones de pobreza. Por cierto hay menos pobres según esa estadística, pero ello no explica qué es ser pobre y qué es no ser pobre, ni tampoco mide ni conoce las verdaderas carencias.
La demanda de elevar el salario mínimo que lanzó hace algún tiempo el presidente de la Conferencia Episcopal, Alejandro Goic, no sólo es un llamado a toda la elite política, económica y empresarial de este país a hacer algo por los trabajadores (no sabemos si legislar, discutir o simplemente rasgarse las vestiduras, como ha sido la reacción hasta ahora), sino que ha omitido concientemente, y pese a la ira de la senadora Evelyn Matthei, todo el discurso económico instalado desde hace más de veinte años en cuanto el crecimiento, junto a los equilibrios fiscales y macroeconómicos, llevaría a Chile al desarrollo. Esta declamatoria, que cada año como en un sarcástico ritual proyecta el fin del subdesarrollo y del tercermundismo, ha sido simplemente ignorada por Goic y la Iglesia católica. La economía chilena lleva más de veinte años creciendo y durante la década pasada sobre el siete por ciento, pero las carencias endémicas de la mayoría de la población se mantienen. El modelo, evidentemente, no sólo ha fallado en la reducción de la pobreza y el subdesarrollo, sino que ha transparentado su verdadera inspiración, que es la magnificación de las ganancias para las grandes corporaciones. De ello, ya no hay duda.
El gobierno, y especialmente la misma presidenta Michelle Bachelet, han acogido este clamor, que es, en estos momentos, más moral que político. Pese a ello, pese a proceder este discurso desde la Iglesia católica, coincide con la emergencia de movilizaciones sociales y laborales. La Iglesia, de cierto modo, ha recogido oportunamente el profundo malestar social y lo ha elevado a la categoría de demanda. Y así lo hizo nuevamente el 18 de septiembre durante el Te Deum ecuménico en la catedral de Santiago. El arzobispo Francisco Javier Errázuriz lanzó otra vez esta demanda social ante la elite política del país. Nadie, desde la presidenta Michelle Bachelet, sus ministros y todo el espectro parlamentario pudo no haber oído la súplica. Pero ¿es la Iglesia católica chilena la encargada de modelar la agenda política, de construir los programas políticos?
Teniendo en cuenta la falta de representatividad política, la Iglesia ha pasado a ser un portavoz, un vicario de las grandes masas de trabajadores y ciudadanía sin gran capacidad de expresión. No se trata de un mero cambio de discurso de las cúpulas eclesiásticas, sino de la capacidad de percibir la magnitud de los problemas no resueltos durante los años de democracia.
Lo que ha sucedido, y es esto lo más destacable, es el comienzo del desplazamiento de las grandes corrientes de pensamiento. De cierta manera, la realidad, la simple percepción, ha comenzado a apartar a la tecnocracia y a todos sus métodos y estadísticas. Pese a todos los indicadores, a todas las variables exhibidas, a todos los grandes discursos, pese a la “señora Juanita”, aquel invento de Ricardo Lagos, lo que le queda claro al país es que permanecen las grandes carencias. Es más, la desigualdad ha aumentado junto a todos sus perversos efectos sociales. Ha quedado claro que con la estructura salarial la pobreza y el deterioro social simplemente se reproduce.
El obispo Goic habló de un salario ético de 250 mil pesos, el que ha sido, y contra todas las predicciones, acogido por numerosas instancias políticas. No sólo la Cámara de Diputados se movilizó rápidamente para discutir la materia, también la Fundación Chile 21, ligada al Partido Socialista, ha elaborado incluso una propuesta concreta para convertir de aquí a cinco años el salario mínimo en uno ético.
Por cierto que la reacción es y será implacable. No sólo la histeria y fundamentalismo de la senadora Matthei, también los think tanks de la derecha. Hace un par de meses, durante el vergonzoso trámite que elevó el salario mínimo a escasos 144 mil pesos, el Instituto Libertad y Desarrollo publicó un documento que resumía y refrendaba la clásica proclama neoliberal que hemos venido escuchando desde hace más de veinte años: el aumento del salario mínimo genera desempleo, lo que perjudica a los más pobres.
La desigualdad en el corazón del Imperio
De una u otra forma, este discurso conservador, asimilado también por la Concertación, hoy en día hace agua. Su hundimiento viene desde el corazón del Imperio, que tras largos años de extremo neoliberalismo ha comenzado a recoger sus resultados. La actual crisis hipotecaria en Estados Unidos ha mostrado el colapso al que ha conducido la total libertad de mercado, aumentando la desigualdad en los ingresos a niveles históricos. Según cifras del 2005, el uno por ciento de los hogares más ricos obtiene el 22 por ciento del total de ingresos, más del doble de lo que obtenía en 1970. Esta es la mayor concentración de la riqueza en Estados Unidos desde 1928, cuando ese uno por ciento se apropiaba del 23,9 por ciento de los ingresos totales (citado en Inequality.org)
Entre 1979 y el 2005, el cinco por ciento más rico de la población vio incrementar su riqueza en un 83 por ciento; durante ese mismo periodo, el ingreso del cinco por ciento más pobre disminuyó en un uno por ciento. Si en 1962 la riqueza del uno por ciento más adinerado era 125 veces la del promedio, ésta ascendió a 190 veces el 2004 (U.S. Census Bureau). Según otra comparación del aumento de la desigualdad, el uno por ciento más rico posee el 34,1 por ciento de toda la riqueza, más que el 90 por ciento de la población, con el 28,9 por ciento de la riqueza. El otro nueve por ciento más rico es dueño del 36,9 por ciento.
Este proceso tiene su referente en los sueldos. Los altos ejecutivos, los CEOs (Chief Executive Officer), ganan 411 veces más que el sueldo promedio. Estos ejecutivos obtienen más que el doble que sus contrapartes en el Reino Unidos, Alemania o Francia y unas cuatro veces más que los japoneses o coreanos. Y lo que sucede aquí arriba, sufre un proceso inverso entre los otros trabajadores (datos de Inequality.org). Entre 1949 y 1979 los salarios promedios en Estados Unidos se reajustaron en un 75 por ciento; desde entonces, sólo han aumentado un dos por ciento. El 2006, como resultado de la rebaja de impuestos de la administración de George W. Bush, el 20 por ciento más pobre de los hogares ganó un promedio de 23 dólares, el veinte por ciento situado en la clase media recibió 448 dólares. Sin embargo, el uno por ciento más rico ganó 39 dólares y el 0,1 por ciento unos 200 dólares (Economic Policy Institute).
Las críticas al manejo económico del actual gobierno en Estados Unidos, que cumplirá, como la profecía, siete años el 2008, no sólo proceden hoy en día desde sectores radicales y de izquierda. Paul Craig Roberts, que fue secretario asistente del Tesoro durante el gobierno de Ronald Reagan, escribía hace unas semanas que “el siglo XXI no ha traído a los norteamericanos (con la excepción de los CEO’s, administradores de Hedge Funds y banqueros de inversión) ningún crecimiento en la renta real media de los hogares. Los norteamericanos han incrementado su consumo disminuyendo su tasa de ahorro al nivel de la gran depresión de 1933 cuando el desempleo fue masivo, consumiendo sus activos y elevando la cuenta de sus tarjetas de crédito. La capacidad de la población para continuar acumulando más deuda personal, como mínimo, está limitada.”
Lo que dice el economista salta a la vista: el consumo en Estados Unidos durante los últimos años viene directamente ligado a la deuda, un fenómeno que no es único y que en otros países, como el nuestro, estaría también alcanzando sus límites. En España, un informe de la Caixa de Catalunya publicado hace pocas semanas reveló que la deuda de los hogares pasó desde un 70 por ciento de la renta familiar en el 2000 a un 115 por ciento el 2006.
Volviendo a la encuesta Casen de Mideplán, es posible establecer una relación entre la proporción de trabajadores que reciben el ingreso mínimo o un salario menor a él y la cantidad de personas que vive en la pobreza. En el primer caso se trata del 15 por ciento de los trabajadores, en el segundo, del 13,7 por ciento de la población. Bien sabemos que en los hechos la cantidad de pobres supera con creces a ese guarismo, lo mismo que la cantidad de trabajadores con sueldos insuficientes para solventar una mínima calidad de vida.
Según la Asociación Chilena de Seguridad (ACHS), el sueldo promedio imponible que las empresas suscritas a la institución pagan a sus trabajadores es de 400 mil pesos, una cifra que sin embargo ha de corregirse por diversos factores. Las empresas afiliadas a la ACHS son 36.500, con un total de un millón 781 mil trabajadores, cifra que corresponde a sólo el 26 por ciento de la fuerza laboral chilena, estimada en seis millones y medio de personas. Si consideramos que las empresas suscritas a esta institución respetan la ley laboral y las normas de previsión y salud de sus empleados, podemos afirmar que se trata del grupo más afortunado, en términos de remuneraciones y seguridad social, de los trabajadores chilenos. Pero hay también otro factor no menos relevante. Estos datos no muestran la estructura salarial al interior de las empresas. Y si estimamos que la pobreza y la desigualdad social y económica en Chile está fuertemente marcada por los ingresos, es altamente probable que el grupo más alto de ejecutivos distorsionen hacia arriba este sueldo promedio de 400 mil pesos.
Otros estudios han establecido el ingreso promedio nacional en unos 300 mil pesos. Si consideramos que según otras estadísticas de Mideplán el veinte por ciento más rico de la población obtiene casi el 50 por ciento de la renta nacional, esta cifra promedio estaría también muy distorsionada por los ingresos de las familias más ricas. La realidad nacional, si descontamos a ese grupo de privilegiados, estaría arrojando unos resultados de extrema precariedad, lo que ha sido bien percibido por la Iglesia católica.
¿Y cómo hemos sobrevivido? La respuesta, tal como ha sucedido en otros países, bastante más ricos que el nuestro, claro está, es a través del crédito, de la deuda. Es así como los créditos de consumo, sólo los del sector bancario, han venido creciendo durante los últimos años a una tasa cercana al veinte por ciento, lo que ha de tener un referente muy similar en los que otorgan las casas comerciales. Como señala Paul Craig Roberts, es imposible que se mantengan indefinidamente estos niveles de deuda entre las familias.
En Chile, ya es imposible. Tras las últimas alzas en las tasas de interés decretadas por el Banco Central, el futuro se pone muy incierto ¡Que nos pille confesados!