Una doble perversión
Hace exactamente treinta años la Comisión Internacional para el Estudio de los Problemas de la Comunicación, patrocinada por la UNESCO, inició sus actividades para investigar el estado de las comunicaciones. La Comisión, presidida por Sean McBride, que dio origen años más tarde al Informe McBride, sondeó numerosos problemas relacionados con la comunicación, con el objetivo de detectar elementos y aspectos en los medios que pudieran contribuir a la resolución de los grandes problemas del mundo.
¿Cuáles eran estos problemas o carencias? No muy diferentes a los actuales. Y entre ellos, la insuficiencia, o negación en no pocos casos, de justicia, la falta de equidad, la escasa reciprocidad en el intercambio de la información, la enorme dependencia de la ciudadanía respecto a las corrientes dominantes de información, la difusión de mensajes unidireccionales, la falta de referentes en los medios de las diferentes identidades culturales. Todo ello, junto a problemas de contenido, en la presentación de los hechos y las imágenes, en las infraestructuras de los servicios de información y en los derechos y deberes de los periodistas. En fin, casi nada.
Todos estos problemas no fueron resueltos desde entonces, sino que con las transformaciones políticas, económicas y tecnológicas de los siguientes treinta años han tendido a extenderse y profundizarse. La concentración, tanto de la propiedad de los medios como de los contenidos, el control del sentido y de la dirección de los mensajes, entre otros aspectos, apuntó a engrosar estas tendencias. Si el informe McBride buscaba democratizar la información, permitir la inclusión de más sectores en los flujos, diversificar sus contenidos y los mismos medios, lo que se ha observado es una profunda involución en ese proceso. Hoy, más que entonces, las comunicaciones, como un área más de la globalización económica, han pasado a ser un negocio, un espacio para el desarrollo del mercado.
La información, considerada como un servicio más en la agenda del comercio global, circula cual mercancía, cuya venta y difusión puede traer importantes ganancias. Si en algún momento la información estuvo relacionada con la expresión de una realidad social y política, incluso como una herramienta a favor del cambio social y político, hoy la información ha sido reducida a un objeto que se transa en su específico mercado. Su precio depende de la demanda, porque su sentido final es su venta. Sin demanda, sin un público masivo, quienes son sus consumidores, no tiene valor.
El sometimiento o la conversión de la información en una mercancía han creado mercados y la afluencia de los grandes capitales a los medios de comunicación. Un proceso que no se diferencia de otros propios de la agenda mundial del comercio, la que ha colocado a numerosos otros servicios –muchos de ellos considerados derechos en algún momento- como áreas comerciales. Lo que hemos venido observando en los últimos treinta años en sectores como la electricidad, la energía, el agua, las finanzas, el retail, la educación o la salud sucede también en las comunicaciones.
Si ya otros servicios controlados por el gran capital corporativo han devenido también en mercancías, el lugar que ha ocupado la información en el comercio global dobla su valor mercantil. A diferencia de cualquier otro bien o servicio, que al convertirse en mercancía ha de cargarse de nuevos sentidos –no es lo mismo un zapato que una zapatilla de marca apuntalada por toda la maquinaria publicitaria productora de sentidos- la información es especialmente sensible a este proceso. La información contiene ya de por sí sentido, es en sí misma sentido, por tanto su sometimiento al mercado, al valor de los mercados, a la misma transacción de la que es objeto, la altera hasta su completa mutación.
¿Cuáles eran estos problemas o carencias? No muy diferentes a los actuales. Y entre ellos, la insuficiencia, o negación en no pocos casos, de justicia, la falta de equidad, la escasa reciprocidad en el intercambio de la información, la enorme dependencia de la ciudadanía respecto a las corrientes dominantes de información, la difusión de mensajes unidireccionales, la falta de referentes en los medios de las diferentes identidades culturales. Todo ello, junto a problemas de contenido, en la presentación de los hechos y las imágenes, en las infraestructuras de los servicios de información y en los derechos y deberes de los periodistas. En fin, casi nada.
Todos estos problemas no fueron resueltos desde entonces, sino que con las transformaciones políticas, económicas y tecnológicas de los siguientes treinta años han tendido a extenderse y profundizarse. La concentración, tanto de la propiedad de los medios como de los contenidos, el control del sentido y de la dirección de los mensajes, entre otros aspectos, apuntó a engrosar estas tendencias. Si el informe McBride buscaba democratizar la información, permitir la inclusión de más sectores en los flujos, diversificar sus contenidos y los mismos medios, lo que se ha observado es una profunda involución en ese proceso. Hoy, más que entonces, las comunicaciones, como un área más de la globalización económica, han pasado a ser un negocio, un espacio para el desarrollo del mercado.
La información, considerada como un servicio más en la agenda del comercio global, circula cual mercancía, cuya venta y difusión puede traer importantes ganancias. Si en algún momento la información estuvo relacionada con la expresión de una realidad social y política, incluso como una herramienta a favor del cambio social y político, hoy la información ha sido reducida a un objeto que se transa en su específico mercado. Su precio depende de la demanda, porque su sentido final es su venta. Sin demanda, sin un público masivo, quienes son sus consumidores, no tiene valor.
El sometimiento o la conversión de la información en una mercancía han creado mercados y la afluencia de los grandes capitales a los medios de comunicación. Un proceso que no se diferencia de otros propios de la agenda mundial del comercio, la que ha colocado a numerosos otros servicios –muchos de ellos considerados derechos en algún momento- como áreas comerciales. Lo que hemos venido observando en los últimos treinta años en sectores como la electricidad, la energía, el agua, las finanzas, el retail, la educación o la salud sucede también en las comunicaciones.
Si ya otros servicios controlados por el gran capital corporativo han devenido también en mercancías, el lugar que ha ocupado la información en el comercio global dobla su valor mercantil. A diferencia de cualquier otro bien o servicio, que al convertirse en mercancía ha de cargarse de nuevos sentidos –no es lo mismo un zapato que una zapatilla de marca apuntalada por toda la maquinaria publicitaria productora de sentidos- la información es especialmente sensible a este proceso. La información contiene ya de por sí sentido, es en sí misma sentido, por tanto su sometimiento al mercado, al valor de los mercados, a la misma transacción de la que es objeto, la altera hasta su completa mutación.
Mercancía y también producto. O a la inversa, un producto para ser vendido en los mercados, que en el caso de la información, necesariamente considera su alteración, modelación a la demanda de los consumidores. Un producto que tiene una fuerte capacidad de decisión en las vidas de las personas. Quien produce y vende información, transa también ideas e influye en las conductas. Marx observó este fenómeno sobre los bienes: la mercancía como objeto físico-metafísico viene a sustituir y en cierto modo a amplificar la fuerza y coacción que ejercían los objetos religiosos. “La forma de la madera, por ejemplo, cambia al convertirla en una mesa. No obstante, la mesa sigue siendo un objeto físico vulgar y corriente. Pero en cuanto empieza a comportarse como mercancía, la mesa se convierte en objeto físico-metafísico” (1).
Es posible afirmar que la información es un producto, una mercancía clave. Su modelación, que es también su manipulación y distorsión, generará en su consumidor, por su capacidad de modelar conductas y pautas conductuales (recordemos a Wells) (1), también una evidente alteración. El proceso productivo no se reduce a la elaboración, la manufactura: también escoge, elige, acota. El proceso de la industria de los medios incluye también la oportunidad o dosificación de su suministro. Una información puede ocultarse, silenciarse, o abultarse. Puede, por cierto, también crearse o recrearse. La realidad puede existir o puede desaparecer en los medios.
Es así como el artista visual chileno Alfredo Jaar hizo un trabajo sobre el genocidio en Ruanda ocurrido en 1994. ¿Qué pasaba en los medios mientras en el corazón de Africa morían asesinados a machetazos millares de hombres, mujeres y niños? Jaar, en la obra Untitled (Newsweek), trabajó sobre 16 portadas del semanario estadounidense desde el inicio de la masacre (3). Transcurrieron 16 semanas de oscuridad y silencio mediático, que son largos cuatro meses, para que este influyente medio de comunicación global atendiera al genocidio. ¿Una simple opción editorial tomada por las condiciones de mercado? Pero también es posible preguntarse si una alerta más temprana hubiera salvado vidas. Más aún, cabe también hacerse un básico cuestionamiento ético: ¿El rol de los medios es sólo ganar dinero o existe, como en algún momento lo fue, una responsabilidad social?
El libre mercado es dinámico y avanza, según lo demuestra la experiencia y la literatura especializada, hacia una sola dirección: conduce a la concentración de mercado en unos pocos y poderosos actores. Es lo que en Chile ha ocurrido en todos y cada uno de los sectores entregados a las fuerzas globales de la oferta y la demanda, desde las farmacias, las antiguas boutiques de moda, los almacenes de barrio y los medios de comunicación. Porque concentración existe en la prensa escrita, en la TV y hoy en las radios. Un proceso comercial que al haber convertido a la información en una mercancía más, no hace de los medios una excepción. La maximización de las ganancias es, tal como en los supermercados, en las telecomunicaciones o en la banca también el fin último de la industria de los medios.
Así es como tenemos en Chile un proceso ya consolidado de concentración del mercado, el que, en la prensa escrita, ha llevado a la conformación del famoso duopolio El Mercurio-Copesa. Entre ambos concentran más del 90 por ciento de la venta nacional de periódicos. Algo similar ocurre hoy en día con las radioemisoras, en tanto en la televisión, aun cuando tiene la presencia de la televisión pública, es también el mercado el que modela y regula la programación.
Hay otro aspecto tan o más grave que la concentración económica de los medios: la concentración ideológica y política, la que viola la libertad de expresión de todos los sectores ajenos a los propietarios. Si la concentración económica, que apunta al oligopolio y monopolio, viola los derechos de los consumidores y la libertad de mercado para todos aquellos que no constituyen el poder dominante y oligopólico, la concentración ideológica, que es el dominio del sentido, de las ideas, del pensamiento, produce una doble concentración. Genera lo que Ignacio Ramonet ha denominado el “pensamiento único”, un fenómeno del capitalismo global extremo que conduce a efectos similares a lo que es la censura y coerción a la libre expresión en regímenes autoritarios. Esta estructura es el lugar de una doble perversión, como le ha llamado Martín-Barbero. Y lo que sucede en Chile con la prensa escrita es evidente y conocido: El Mercurio y Copesa, ambos grupos afines a la derecha o extrema derecha. Pero el proceso es igualmente evidente en la televisión, también bajo la égida de la derecha y en una radio cada vez más interesada en la rentabilidad del negocio, en su masificación y en sus vínculos con los avisadores.
Es posible afirmar que esta estructura de los medios de comunicación chilenos afecta y distorsiona profundamente la generación de contenidos. Al considerar que es la prensa escrita el medio político por excelencia y en el cual está presente la expresión de todos los sectores de la sociedad (valga esto más como teoría que como práctica), es también posible afirmar que, con algunas escasas excepciones, como ciertas radios que aún mantienen sus departamentos de prensa, la producción de información política, social y económica está generada desde la prensa escrita. Lo que sucede más tarde es el proceso de circulación de la información ya estudiado por varios especialistas (4). La TV y la mayoría de las radios sólo recogen la información elaborada por la prensa escrita y la replican o amplifican. La televisión porque desde hace tiempo dejó de producir información política reflexiva; la radio, porque también dejó de hacer periodismo.
Bajo este fenómeno, que contiene una doble perversión, la única salida está fuera del mercado. O de la mano de políticas públicas que tuerzan el proceso de doble concentración, o mediante la incorporación de nuevos actores para quienes los medios, la libertad de expresión sea un agente de cambio social, medios que representen a la sociedad civil. Que la información vuelva a ser un ingrediente de la expresión social.
No todo parece perdido. Por una parte hay nuevamente un germen que ha estimulado la expresión social. También en esta corriente la reaparición del diario Clarín, en el evento que la Fundación Presidente Allende gane próximamente el juicio contra el Estado chileno en el Ciadi y recupere los activos expropiados en 1973, podría contribuir a alterar la perversión y la circulación del pensamiento único.
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1.- El caso más conocido y citado es la experiencia radiofónica de Orson Wells en 1938. Más información en el artículo de 1942 La invasión desde Marte, de Hadley Cantley. Una versión en español está en Sociología de la Comunicación de Masas, M. de Moragas, editor. Editorial Gustavo Gili, Barcelona, España, 1985.
2.- Hinkelammert, Franz, Las armas ideológicas de la muerte, Ed Sígueme, Salamanca. 1977. Pág. 21
3.- http://www.alfredojaar.net/projects/digitalarchive/2004/pages/rwanda/news.html
4.- Trabajos como los de la especialista alemana Elizabeth Noelle-Neuman y su teoría de la espiral del silencio están dedicados al estudio de la circulación de los mensajes y al proceso de creación de opinión pública.