El impredecible futuro de los mercados globalizados
El capitalismo globalizado especula con lo que tenga a mano. Desde hace más de una década venía especulando con el mercado inmobiliario, con la vivienda, que en algún momento de la historia fue considerada como un derecho, “el derecho a una vivienda digna”. En Estados Unidos, paradigma y piedra angular del sistema capitalista mundial, la economía venía apoyada desde hace años en un mar de especulación, en una burbuja mercantil que ha terminado por reventar. Lo sorprendente, si cabe algo de sorpresa en los mercados, no es el colapso, sino la obstinación en un proceso que todos, y no sólo los agoreros, le presagiaban un mal final. Las advertencias de la hinchazón descontrolada de la burbuja inmobiliaria, alimentada con lo que estuviera a mano, incluso con deudores de alto y altísimo riesgo para el negocio bancario, venían desde comienzos de la década, tras la crisis de las empresas tecnológicas, las punto com, otra burbuja, pero sin duda menos nociva que la presente.
Porque la crisis inmobiliaria tiene y tendrá consecuencias en la economía real. Esto es, efectos no sólo en las bolsas, por cierto han caído durante las últimas semanas, sino también en el mercado de divisas, los movimientos de capital y lo más real de todo, la producción y el trabajo.
Tal vez el más claro y sonoro de todos los anuncios de la catástrofe lo hizo hace unos meses Alan Greenspan, ex presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, que advirtió de la incipiente recesión que corroe a la economía norteamericana. En la ocasión, el antiguo economista, aun cuando sus predicciones contenían cierta dosis de ambigüedad – “cuando uno se aleja tanto de una recesión, invariablemente crece el riesgo de una nueva, y en estos momentos comenzamos a ver estas señales- los mercados reaccionaron con terror e inscribieron el primer derrumbe bursátil del siglo XXI, con caídas que en China, la gran economía y promesa capitalista del momento, llegaron a perder en un solo día hasta un nueve por ciento de su valor.
La gran capacidad de recuperación y mutación que ha demostrado el capitalismo durante su historia volvió a quedar demostrada en esa ocasión. Pero fue una salvación de corto plazo basada en más especulación. Desde entonces hasta agosto hubo un nuevo proceso de escalada en los precios, que en el indicador estrella de las finanzas mundiales, el Dow Jones de Wall Street, los colocó en una meta histórica de casi 14 mil puntos en julio pasado. Desde marzo, cuando marcó el nivel más bajo, hasta julio, el índice subió casi un 17 por ciento. ¡Eso es recuperación! ¡y es también especulación!
Sólo la oscilación y el propio mercado levantaron los precios. No hubo un motivo de fondo, lo que llevó por entonces a la revista The Economist a comentar no sólo el trance, sino advertir sobre el oscuro porvenir. Para el semanario británico había evidentes peligros que los mercados habían comenzado a interiorizar. Las bolsas, dijo la revista, han visto jornadas más negras que las de aquel martes 27, “pero éste podría proyectar una sombra aun más permanente”. La sombra se proyectaba desde el monstruo que, pese a estar allí presente, nadie quería ver: la inminente recesión y el colapso de la burbuja inmobiliaria.
La actual situación de la economía norteamericana deriva de las políticas financieras de la época de Greenspan, que se caracterizaron por unas muy bajas tasas de interés, lo que llevó, a su vez, a un gran aumento de la masa monetaria en circulación orientada a la adquisición de créditos hipotecarios, pero también a un deterioro del valor del dólar y a un mayor déficit fiscal. Durante los últimos años hubo un endeudamiento masivo a través de estos créditos, que activaron al sector inmobiliario, lo que infló una burbuja inmobiliaria. Y obviamente, el aumento de la demanda de viviendas trajo también un aumento de los precios. Según datos oficiales, el valor de la vivienda en Estados Unidos pasó desde 11,4 billones de dólares el 2000 a 20,3 billones el 2006, lo que es prácticamente el doble. Si eso es la vivienda, la contraparte son las deudas hipotecarias: el 2000 alcanzaban a 4,8 billones de dólares; el 2006 sumaban 9,3 billones.
Hoy este factor, aparentemente menor para la actividad económica del mundo, está en el primer plano. Se trata de la burbuja inmobiliaria más grande de la historia económica, la que ha sido hinchada hasta la extenuación con el dinero barato del banco central. Pero ese dinero barato tuvo su tiempo. En la segunda parte de este boom los que llegaron atrasados ingresaron a comprar viviendas con más altas tasas de interés. Ese es un lado del relato. El otro es la gran masa de norteamericanos endeudados que viven en un período que se ha encaminado a una recesión. Tras el relativo auge del consumo, la Reserva Federal elevó las tasas de interés, también para corregir el déficit fiscal, a lo que ha seguido la incipiente pero casi segura recesión. A partir de ahora el panorama es oscuro: familias altamente endeudadas con ingresos decrecientes y mayores tasas de interés. El colapso está por venir para numerosos deudores habitacionales.
Al pinchazo le sucede un colapso de proporciones. Mucha gente que llegó tarde al boom ha comprado inmuebles a precios altos y ha quedado también atada a una hipoteca equivalente. En un escenario recesivo, los precios caerían aún más, no obstante las hipotecas se mantendrían, lo que llevaría a la ruina a numerosas familias y, de paso, traspasa el problema al sector financiero. A partir de allí, el derrumbe es general.
Las hipotecas subprimes
La crisis ha emergido desde abajo, desde las llamadas hipotecas subprimes, que son las de más alto riesgo, las entregadas por entidades financieras crediticias a personas sin seguridad en su capacidad de pago. Los primeros indicios de recesión, que son menor consumo, menores ventas y producción y menor creación de empleos, han afectado a este grupo de consumidores ya de por sí vulnerables. Según información de The Wall Street Journal, un 80 por ciento de la deuda de los consumidores norteamericanos corresponde a créditos hipotecarios, en tanto un doce por ciento está catalogado como subprime, volumen más que suficiente para afectar a la economía en su conjunto.
La cesación de pagos de muchas familias es ya una realidad. Estimaciones hablan de centenares de miles de viviendas -y también otras fuentes de uno o dos millones- de familias con hipotecas no pagadas que han comenzado a ser rematadas por las instituciones de crédito. Pero el remate no es el negocio: la falta de nuevos compradores ha llevado a una caída en los precios de las viviendas, lo que deriva en pérdidas y eventuales quiebras para las instituciones financieras que otorgaron los créditos. Durante los últimos meses son decenas de estas firmas las que han cerrado o suspendido sus préstamos. Un importante caso sucedió en abril, cuando la firma New Century se declaró en suspensión de pagos después que sus clientes dejaron de pagar sus cuotas. Y en agosto, el American Home Mortgage, décimo banco hipotecario en Estados Unidos, se declaró en suspensión de pagos. Analistas estiman en unas 70 las empresas que corren el riesgo de caer en esta situación. Estos fondos y otras instituciones financieras podrían perder hasta 100.000 millones de dólares por el incumplimiento de los pagos.
Parte de este proceso financiero ha sido la venta en los mercados secundarios de los contratos hipotecarios (la creatividad para hallar negocios hasta entre los más pobres no deja de sorprender). Cierta cantidad de estas hipotecas comenzó a traspasarse, con un tipo de interés atractivo, a ciertas firmas, las que las ofrecieron como una buena inversión a sus clientes. Un proceso de bursatilización o de titulación de esos activos. Un negocio que no sólo postergó el desenlace, sino que le agregó un nuevo factor de riesgo al extender el asunto a más actores y no sólo norteamericanos. El problema se globalizó a través de los mercados financieros mundiales.
Lo que se detonó hacia mediados de agosto es una crisis de liquidez, que también puede denominarse, con bastante más pesar y temor, una crisis de insolvencia. Los bancos generalmente se financian entre sí, sin embargo ante un escenario tan riesgoso y complejo, muchas entidades han optado por no otorgar más créditos ante la posibilidad que su próximo cliente no sea capaz de pagarle. Ante este cierre o presunta insolvencia los bancos centrales de las grandes economías del mundo salieron a inyectar ingentes cantidades de capitales. En pocos días, el Banco Central Europeo puso en el mercado y a muy bajos intereses más de 200 mil millones de euros –bastante más que todo el producto de Chile- en tanto en Estados Unidos la FED hacía lo suyo y en Asia lo hacía el banco central de Japón. Una operación que en pocos días movió unos 400 mil millones de dólares, o el PIB chileno de casi cuatro años. De tal gigantesca intervención cabe preguntarse si los bancos centrales en su actuar coordinado han sobre reaccionado o si se trata de la reacción ante una crisis de enormes proporciones. (Y nuevamente, y esto aún no ha sido materia de discusión porque ya nadie parece preguntárselo, los sectores públicos han salido en el rescate de los grandes consorcios privados).
La inyección de capitales, la mayor de la historia, que superó en mucho a los torrentes soltados tras el ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre, es una señal de la gravedad de las cosas. Aun así, durante aquella semana de agosto, y pese a las voluminosas cantidades de divisas, los mercados no reaccionaros. Sólo lo hicieron cuando en Estados Unidos la Reserva Federal volvió a rebajar la tasa de interés de los créditos que cobra a los bancos. Una reacción propia del momento, porque una nueva rebaja más general de las tasas de interés podría tener consecuencias graves sobre el valor del dólar lo que redundaría en una nueva profundización del déficit fiscal. Hay que recordar que el déficit norteamericano está sostenido por las inversiones que hacen muchos países. Una reducción en las tasas inhibiría estos depósitos y ahondaría el déficit con serias consecuencias en el valor del dólar.
Lo que ha sucedido con las bolsas mundiales, que han venido perdiendo lo acumulado en julio y comienzos de agosto, es más que nada una señal del temor y la confusión que reina en estos mercados. Los inversionistas corren en busca de negocios, los que un día parecen ser ciertos y al siguiente se revelan precarios. Una oscilación que ha hundido los precios de las acciones, los que, lamentablemente, están ligados con la economía real. Hay ya estimaciones en cuanto a la pérdida de las empresas latinoamericanas, y hay también cálculos de las mermas de los fondos de los trabajadores chilenos invertidos en acciones tanto en Chile como en el extranjero. Un estudio de Cenda estimó que al 25 de julio de este año, uno de los momentos más altos para los precios globalizados de las acciones, el valor de los fondos alcanzó los 104 mil millones de dólares, valor que disminuyó al 9 de agosto en 3.120 millones, suma, dice el informe, que representa más de diez meses de cotizaciones.
Lo que han hecho los bancos centrales es inyectar capital en un momento de confusión, de insolvencia por parte de consumidores y compañías financieras, lo que puede aumentar en el corto plazo los riesgos. Aun cuando los bancos centrales reduzcan, como lo han venido haciendo, el costo del dinero, es muy probable que no logren frenar el proceso recesivo, el que se extendería a la producción y al empleo. A partir de allí, las consecuencias serán, por lo menos desde este momento, impredecibles.
Porque la crisis inmobiliaria tiene y tendrá consecuencias en la economía real. Esto es, efectos no sólo en las bolsas, por cierto han caído durante las últimas semanas, sino también en el mercado de divisas, los movimientos de capital y lo más real de todo, la producción y el trabajo.
Tal vez el más claro y sonoro de todos los anuncios de la catástrofe lo hizo hace unos meses Alan Greenspan, ex presidente de la Reserva Federal de Estados Unidos, que advirtió de la incipiente recesión que corroe a la economía norteamericana. En la ocasión, el antiguo economista, aun cuando sus predicciones contenían cierta dosis de ambigüedad – “cuando uno se aleja tanto de una recesión, invariablemente crece el riesgo de una nueva, y en estos momentos comenzamos a ver estas señales- los mercados reaccionaron con terror e inscribieron el primer derrumbe bursátil del siglo XXI, con caídas que en China, la gran economía y promesa capitalista del momento, llegaron a perder en un solo día hasta un nueve por ciento de su valor.
La gran capacidad de recuperación y mutación que ha demostrado el capitalismo durante su historia volvió a quedar demostrada en esa ocasión. Pero fue una salvación de corto plazo basada en más especulación. Desde entonces hasta agosto hubo un nuevo proceso de escalada en los precios, que en el indicador estrella de las finanzas mundiales, el Dow Jones de Wall Street, los colocó en una meta histórica de casi 14 mil puntos en julio pasado. Desde marzo, cuando marcó el nivel más bajo, hasta julio, el índice subió casi un 17 por ciento. ¡Eso es recuperación! ¡y es también especulación!
Sólo la oscilación y el propio mercado levantaron los precios. No hubo un motivo de fondo, lo que llevó por entonces a la revista The Economist a comentar no sólo el trance, sino advertir sobre el oscuro porvenir. Para el semanario británico había evidentes peligros que los mercados habían comenzado a interiorizar. Las bolsas, dijo la revista, han visto jornadas más negras que las de aquel martes 27, “pero éste podría proyectar una sombra aun más permanente”. La sombra se proyectaba desde el monstruo que, pese a estar allí presente, nadie quería ver: la inminente recesión y el colapso de la burbuja inmobiliaria.
La actual situación de la economía norteamericana deriva de las políticas financieras de la época de Greenspan, que se caracterizaron por unas muy bajas tasas de interés, lo que llevó, a su vez, a un gran aumento de la masa monetaria en circulación orientada a la adquisición de créditos hipotecarios, pero también a un deterioro del valor del dólar y a un mayor déficit fiscal. Durante los últimos años hubo un endeudamiento masivo a través de estos créditos, que activaron al sector inmobiliario, lo que infló una burbuja inmobiliaria. Y obviamente, el aumento de la demanda de viviendas trajo también un aumento de los precios. Según datos oficiales, el valor de la vivienda en Estados Unidos pasó desde 11,4 billones de dólares el 2000 a 20,3 billones el 2006, lo que es prácticamente el doble. Si eso es la vivienda, la contraparte son las deudas hipotecarias: el 2000 alcanzaban a 4,8 billones de dólares; el 2006 sumaban 9,3 billones.
Hoy este factor, aparentemente menor para la actividad económica del mundo, está en el primer plano. Se trata de la burbuja inmobiliaria más grande de la historia económica, la que ha sido hinchada hasta la extenuación con el dinero barato del banco central. Pero ese dinero barato tuvo su tiempo. En la segunda parte de este boom los que llegaron atrasados ingresaron a comprar viviendas con más altas tasas de interés. Ese es un lado del relato. El otro es la gran masa de norteamericanos endeudados que viven en un período que se ha encaminado a una recesión. Tras el relativo auge del consumo, la Reserva Federal elevó las tasas de interés, también para corregir el déficit fiscal, a lo que ha seguido la incipiente pero casi segura recesión. A partir de ahora el panorama es oscuro: familias altamente endeudadas con ingresos decrecientes y mayores tasas de interés. El colapso está por venir para numerosos deudores habitacionales.
Al pinchazo le sucede un colapso de proporciones. Mucha gente que llegó tarde al boom ha comprado inmuebles a precios altos y ha quedado también atada a una hipoteca equivalente. En un escenario recesivo, los precios caerían aún más, no obstante las hipotecas se mantendrían, lo que llevaría a la ruina a numerosas familias y, de paso, traspasa el problema al sector financiero. A partir de allí, el derrumbe es general.
Las hipotecas subprimes
La crisis ha emergido desde abajo, desde las llamadas hipotecas subprimes, que son las de más alto riesgo, las entregadas por entidades financieras crediticias a personas sin seguridad en su capacidad de pago. Los primeros indicios de recesión, que son menor consumo, menores ventas y producción y menor creación de empleos, han afectado a este grupo de consumidores ya de por sí vulnerables. Según información de The Wall Street Journal, un 80 por ciento de la deuda de los consumidores norteamericanos corresponde a créditos hipotecarios, en tanto un doce por ciento está catalogado como subprime, volumen más que suficiente para afectar a la economía en su conjunto.
La cesación de pagos de muchas familias es ya una realidad. Estimaciones hablan de centenares de miles de viviendas -y también otras fuentes de uno o dos millones- de familias con hipotecas no pagadas que han comenzado a ser rematadas por las instituciones de crédito. Pero el remate no es el negocio: la falta de nuevos compradores ha llevado a una caída en los precios de las viviendas, lo que deriva en pérdidas y eventuales quiebras para las instituciones financieras que otorgaron los créditos. Durante los últimos meses son decenas de estas firmas las que han cerrado o suspendido sus préstamos. Un importante caso sucedió en abril, cuando la firma New Century se declaró en suspensión de pagos después que sus clientes dejaron de pagar sus cuotas. Y en agosto, el American Home Mortgage, décimo banco hipotecario en Estados Unidos, se declaró en suspensión de pagos. Analistas estiman en unas 70 las empresas que corren el riesgo de caer en esta situación. Estos fondos y otras instituciones financieras podrían perder hasta 100.000 millones de dólares por el incumplimiento de los pagos.
Parte de este proceso financiero ha sido la venta en los mercados secundarios de los contratos hipotecarios (la creatividad para hallar negocios hasta entre los más pobres no deja de sorprender). Cierta cantidad de estas hipotecas comenzó a traspasarse, con un tipo de interés atractivo, a ciertas firmas, las que las ofrecieron como una buena inversión a sus clientes. Un proceso de bursatilización o de titulación de esos activos. Un negocio que no sólo postergó el desenlace, sino que le agregó un nuevo factor de riesgo al extender el asunto a más actores y no sólo norteamericanos. El problema se globalizó a través de los mercados financieros mundiales.
Lo que se detonó hacia mediados de agosto es una crisis de liquidez, que también puede denominarse, con bastante más pesar y temor, una crisis de insolvencia. Los bancos generalmente se financian entre sí, sin embargo ante un escenario tan riesgoso y complejo, muchas entidades han optado por no otorgar más créditos ante la posibilidad que su próximo cliente no sea capaz de pagarle. Ante este cierre o presunta insolvencia los bancos centrales de las grandes economías del mundo salieron a inyectar ingentes cantidades de capitales. En pocos días, el Banco Central Europeo puso en el mercado y a muy bajos intereses más de 200 mil millones de euros –bastante más que todo el producto de Chile- en tanto en Estados Unidos la FED hacía lo suyo y en Asia lo hacía el banco central de Japón. Una operación que en pocos días movió unos 400 mil millones de dólares, o el PIB chileno de casi cuatro años. De tal gigantesca intervención cabe preguntarse si los bancos centrales en su actuar coordinado han sobre reaccionado o si se trata de la reacción ante una crisis de enormes proporciones. (Y nuevamente, y esto aún no ha sido materia de discusión porque ya nadie parece preguntárselo, los sectores públicos han salido en el rescate de los grandes consorcios privados).
La inyección de capitales, la mayor de la historia, que superó en mucho a los torrentes soltados tras el ataque a las Torres Gemelas el 11 de septiembre, es una señal de la gravedad de las cosas. Aun así, durante aquella semana de agosto, y pese a las voluminosas cantidades de divisas, los mercados no reaccionaros. Sólo lo hicieron cuando en Estados Unidos la Reserva Federal volvió a rebajar la tasa de interés de los créditos que cobra a los bancos. Una reacción propia del momento, porque una nueva rebaja más general de las tasas de interés podría tener consecuencias graves sobre el valor del dólar lo que redundaría en una nueva profundización del déficit fiscal. Hay que recordar que el déficit norteamericano está sostenido por las inversiones que hacen muchos países. Una reducción en las tasas inhibiría estos depósitos y ahondaría el déficit con serias consecuencias en el valor del dólar.
Lo que ha sucedido con las bolsas mundiales, que han venido perdiendo lo acumulado en julio y comienzos de agosto, es más que nada una señal del temor y la confusión que reina en estos mercados. Los inversionistas corren en busca de negocios, los que un día parecen ser ciertos y al siguiente se revelan precarios. Una oscilación que ha hundido los precios de las acciones, los que, lamentablemente, están ligados con la economía real. Hay ya estimaciones en cuanto a la pérdida de las empresas latinoamericanas, y hay también cálculos de las mermas de los fondos de los trabajadores chilenos invertidos en acciones tanto en Chile como en el extranjero. Un estudio de Cenda estimó que al 25 de julio de este año, uno de los momentos más altos para los precios globalizados de las acciones, el valor de los fondos alcanzó los 104 mil millones de dólares, valor que disminuyó al 9 de agosto en 3.120 millones, suma, dice el informe, que representa más de diez meses de cotizaciones.
Lo que han hecho los bancos centrales es inyectar capital en un momento de confusión, de insolvencia por parte de consumidores y compañías financieras, lo que puede aumentar en el corto plazo los riesgos. Aun cuando los bancos centrales reduzcan, como lo han venido haciendo, el costo del dinero, es muy probable que no logren frenar el proceso recesivo, el que se extendería a la producción y al empleo. A partir de allí, las consecuencias serán, por lo menos desde este momento, impredecibles.