WALDERBLOG - "El desvío de lo real"

jueves, mayo 26, 2005

Cobertura de guerra en tiempos de paz


No ha sido un tsunami, un terremoto o infierno blanco, ni un nuevo mal designio del destino y tampoco una peculiar guerra del ejército chileno, como nos han relatado, entre otras toscas metáforas, nuestros medios de comunicación. La tragedia de Antuco ha tenido sus causas en una acción humana, la que responde no sólo a la mala suerte o al veleidoso clima, sino a las bien humanas y también perversas creaciones. Aquella invención que nos impele al sacrificio por la patria, como a otras simbologías e ideologías, han sido las causantes de tan innecesaria tragedia. El ejército chileno, una institución por cierto en tela de juicio, no sólo ha demostrado en el reciente pasado su enorme capacidad de crueldad, sino hoy también de ineficiencia y torpeza. ¿Qué sucedería con los humildes reclutas en tiempos de guerra?

La oficialidad del ejército, desde Cheyre hacia abajo, ha demostrado, de partida, una bestial falencia comunicacional, con titubeos, evidentes contradicciones e indecisiones, con ocultación de información –y aquello lo sabe hacer muy bien- hacia los familiares de las víctimas y hacia el país. Pero en sus constantes desaciertos, han expresado –y los momentos límites son útiles para conocer la esencia, el espíritu, de una fuente- algo más: aquella soberbia, que los hace – a los oficiales- considerarse una casta por encima de los civiles. Cheyre siempre les habló a los familiares de las víctimas como a ignorantes campesinos, quienes debían aceptar la pérdida de sus hijos como una mala jugada del destino, de la que él – lo que es intolerable- era, como jefe del Ejército, otra víctima. Como si aquí sólo hubiera víctimas, pero no responsables, como si morir congelado en la montaña sea parte de del deber hacia la patria.

Si esta ha sido la reacción de Ejército, la del gobierno ha sido, sin duda, deplorable. Ha revelado, una vez más, la debilidad, que es temor, de los gobiernos de la Concertación hacia sus “hermanos de armas”. Nada más penoso que aquella solidaridad expresada por la cabeza de gobierno hacia el Ejército, lo que es una señal de institución a institución, como si la muerte de esos adolescentes, innecesaria repetimos, le afecte a más al Ejército que a las familias. Porque no se trata de un drama militar, sino de de una tragedia de la sociedad civil, en manos del Ejército. Un atroz evento manipulado con una hábil simbología decimonónica por nuestras instituciones, militares, gubernamentales, políticas, estatales.

El discurso, tanto el militar como el gubernamental, ha sido una expresión de clase, de elite, que ha pretendido ocultar la ineficiencia del alto mando con loas al honor y al deber patriótico de las víctimas, las que no han sido otra cosa que inútil carne de cañón. Ha sido un discurso del y desde el poder, modelado para exculpar sus propios errores y matizar el dolor y la rabia de los familiares. El mismo poder que no duda en despedir en el acto a una funcionaria que diseña una campaña comunicacional que pueda incomodar a ciertas elites, estiró cuanto pudo el silencio ante la necesaria investigación para hallar a los responsables de la muerte de cincuenta jóvenes. Antes de mirar de frente a los posibles y terrestres responsables, ha preferido mirar hacia el cielo en la búsqueda de un dios maligno.

La televisión, cómo no, ha convertido la tragedia en un nuevo festín de llanto y dolor, combinado esta vez con una dosis excesiva de militarismo y nacionalismo. Salvo contadas excepciones, la TV perdió una vez más la capacidad de reflexión y se lanzó a cubrir el evento como si se tratara de un terremoto u otro tipo de catástrofe natural. En los treinta minutos que dedicaba el informativo de Televisión Nacional al tema, se mostraban muchas cosas, desde lacrimosos testimonios a los pormenores técnicos (¿de qué servía tantos detalles de la cámara térmica?), se preguntaban otras, pero nunca se inquirió o se buscó cubrir lo medular: quienes y por qué tomaron la fatal decisión. La lamentable cobertura parecía censurada o, peor aún, realizada por las relaciones públicas del Ejército.

Las informaciones de televisión, que no han variado esa mirada que convierte en espectáculo cualquier evento, fueron muy útiles para ocultar durante los primeros días la esencia de la tragedia, la que tendrá que aflorar con el tiempo y pasar a convertirse en un necesario debate nacional. No se trata del primer accidente de jóvenes que cumplen con el Servicio Militar Obligatorio: sólo este año han fallecido tres reclutas en otras distintas circunstancias, lo que expresa un problema que, a diferencia de lo declarado por el gobierno, no está acotado al Ejército, sino involucra a toda la sociedad civil.