Privatización de lo nuestro
Leía una nota de prensa sobre una peculiar censura en democracia. Sacaron de exhibición un spot de una ONG sobre la muerte de cisnes en Valdivia, que, como todo el mundo sabe, fue efecto de los vertidos tóxicos de la empresa Celulosa Arauco, del grupo Angelini, el que, también casi todo el mundo sabe, financia a partidos políticos. El spot se exhibía en una pantalla gigante en el céntrico Paseo Ahumada de Santiago.
Es esto lo que he leído en la prensa. El resto es parte de mi imaginación, interpretación, pero escasa paranoia. Ningún contrato se rompe de la noche a la mañana sin dar argumentaciones verosímiles: la empresa dueña de la pantalla dijo algo así que la ONG los había engañado con los contenidos, que no correspondían a su línea editorial ($$$).
No hubo un decreto ni bando, ni tampoco fueron unos funcionarios de La Moneda a cortar las transmisiones, tengo entendido. Las cosas se hicieron como hoy en día se ejecutan: bajo cuerdas, bajo la presión del poder del dinero.
Hasta ahí, más o menos, los hechos.
A partir de aquí mis descargos.
La ciudad, el espacio público, es hoy un coto cerrado, un recinto privado controlado por el poder político y el del dinero (que a veces es lo mismo). Cualquier intervención en el espacio público, a partir de ahora, deberá ser solicitada a sus dueños: los propietarios de los medios de comunicación, las vallas publicitarias, pero también los muros y las mismas calles. En Chile ningún grupo puede manifestarse con libertad con una materia que le resulte incómoda al poder. Una actividad que en otros países es tan natural –cuántas ONGs expresan la miseria del Tercer Mundo en los barrios financieros de una ciudad europea- pero en Chile, Tercer Mundo, pese al acomodaticio poder, es sinónimo de subversión.
La censura del spot, que corría en principio por las vías más institucionales, es un grito de la autoridad a la rebelión expresiva. Si no hay canales legales en las calles, bienvenidos sean los graffitis, manchas y rayados.
Es esto lo que he leído en la prensa. El resto es parte de mi imaginación, interpretación, pero escasa paranoia. Ningún contrato se rompe de la noche a la mañana sin dar argumentaciones verosímiles: la empresa dueña de la pantalla dijo algo así que la ONG los había engañado con los contenidos, que no correspondían a su línea editorial ($$$).
No hubo un decreto ni bando, ni tampoco fueron unos funcionarios de La Moneda a cortar las transmisiones, tengo entendido. Las cosas se hicieron como hoy en día se ejecutan: bajo cuerdas, bajo la presión del poder del dinero.
Hasta ahí, más o menos, los hechos.
A partir de aquí mis descargos.
La ciudad, el espacio público, es hoy un coto cerrado, un recinto privado controlado por el poder político y el del dinero (que a veces es lo mismo). Cualquier intervención en el espacio público, a partir de ahora, deberá ser solicitada a sus dueños: los propietarios de los medios de comunicación, las vallas publicitarias, pero también los muros y las mismas calles. En Chile ningún grupo puede manifestarse con libertad con una materia que le resulte incómoda al poder. Una actividad que en otros países es tan natural –cuántas ONGs expresan la miseria del Tercer Mundo en los barrios financieros de una ciudad europea- pero en Chile, Tercer Mundo, pese al acomodaticio poder, es sinónimo de subversión.
La censura del spot, que corría en principio por las vías más institucionales, es un grito de la autoridad a la rebelión expresiva. Si no hay canales legales en las calles, bienvenidos sean los graffitis, manchas y rayados.