La historia se repite: Ante un nuevo crack y una nueva Gran Depresión
Los mercados no aplaudieron el viernes 3 de octubre. Y lloraron el lunes 6. La aprobación por la Cámara de Representantes del plan de rescate financiero de George W. Bush no llevó a los mercados mundiales a celebraciones, a expresar su júbilo a través de compras y nuevas apuestas. El nuevo baño de liquidez, esta vez el mayor flujo de capital procedente de un Estado, llevó a Wall Street y todos sus émulos a contener la respiración, a entrar en un nuevo trance, de confusión, de alteración. Pese a la aprobación de los 700 mil millones de dólares que el estado traspasará a los banqueros e inversionistas para que peguen la fractura, paguen la factura y tapen los agujeros, el mercado no lo aprobó y otra vez sucumbió. Tal vez no fue suficiente. ¡700 mil millones no han sido suficientes! Tal vez la crisis y los agujeros son mucho mayores. O tal vez los cambios que vendrán en el futuro sí que serán profundos. Lo que se observa hoy en día parece ser solo la superficie de una grieta insondable. Un quiebre económico de proporciones gigantescas que se extiende desde las finanzas hacia la producción, hacia el consumo, hacia el empleo. Hacia una depresión total.
Confusión, angustia, rabia, críticas. Temor. De izquierda a derecha, de arriba abajo. De norte a sur. Incluso desde Chile, desde la presidenta Michelle Bachelet, cuando habló no sin gran sorpresa para el país de la economía de casino, neologismo acuñado hace años en círculos antineoliberales, antiimperialistas y anticapitalistas. Lo hizo en la Asamblea de las Naciones Unidas en septiembre y repitió la expresión en programas de radio. La economía de casino, apoyada en el lucro, en la ambición, en la codicia. En suma, no lo dijo ella, pero lo esbozó, la economía y su modelo neoliberal. Hoy, de la noche a la mañana, quienes defendían el neoliberalismo lo rechazan. Los codiciosos son “otros”, también los ambiciosos, los corruptos, los especuladores.
Que la crítica, tal vez más trazada desde el cálculo electoral que desde la economía, venga desde un presidente chileno no es una simple anécdota. No es innecesario recordar que es el país pionero en Latinoamérica en instalar una economía de libre mercado a la usanza neoliberal durante la dictadura de Pinochet, sino también es Chile la nación que realizó con más celeridad y profundidad las reformas estructurales “sugeridas” por el Consenso de Washington durante los años 90. Y vale también recordar que hoy en día sigue manteniendo dicho estatus. Tras las profusas y completas privatizaciones y desregulaciones, en Chile el mercado, literalmente, arrasa. ¿Qué fe –o retórica- abrazará el gobierno chileno cuando el dogma del mercado se desplome?
La crisis financiera ha llevado a medidas de emergencia, que se han expresado en el gigantesco plan de rescate, que supera, si se suman los anteriores salvavidas de este año, el billón de dólares. Un plan que pese a la retórica de Wall Street y a todos los oficiantes del libre mercado, partiendo por los de la Casa Blanca, tiene evidentes sesgos estatistas. Aunque se hable de una medida para salvar la economía mundial de su catástrofe, es una acción no sólo contraria a las lógicas y preceptos neoliberales, sino contraria a la lógica y al sentido común. Sólo responde, claro está, al raciocinio, que está armado de intereses, del gran capital, de los banqueros y los apostadores de Wall Street. El estado –el “miserable”, “perverso”, “injusto”, “inútil”, “corrupto” estado, entre otros calificativos tan extensamente desplegados por los capitalistas de todo el mundo- interviene el mercado, compra los créditos incobrables para mantener el mercado, el libre mercado. El estado subsidia a los millonarios. Una acción extravagante, que transparenta la relación entre el estado, entre el gobierno estadounidense y la gran banca, el gran capital. El estado, el fisco, está allí para apuntalar a los grandes capitalistas. El estado no está allí para subsidiar a los pobres, para invertir en salud y educación, para suavizar las diferencias en la distribución de la riqueza. El estado, este estado neoliberal, está para mantener el statu quo, para mantener las diferencias.
Un raciocinio que sólo tiene lógica para Wall Street, para el gran capital. Porque serán los contribuyentes medios los que subsidiarán a la elite. Un absurdo que sólo puede tener cierta sensatez –en la medida de sus intereses- para aquella misma elite. Un desatino que sólo puede asimilarse como razón con el uso de la retórica, de los medios de comunicación. De la mentira. El pragmatismo inmediato, la salvación a última hora, tendrá sin duda efectos posteriores. Y no sólo en la economía. Ya lo percibe Wall Street. Las bajas tras la aprobación del plan de rescate son una señal de que las cosas van de mal en peor.
Ante la crisis, no sólo la elite financiera estadounidense rogó –y tal vez qué otras acciones ha hecho- por la aprobación del multimillonario plan de rescate. También lo han hecho los presidentes de las otras grandes potencias industriales y financieras, lo que transparenta el sentido del plan de Bush. Se trata entregar la necesaria liquidez para mantener en circulación la economía mundial tal como la conocemos hoy en día. Para mantener su estructura, sus flujos, su orden. También el sentido de sus flujos, los procesos de acumulación y concentración. Al mantener la estructura económica actual también se mantienen, claro está, las estructuras mundiales de poder. Las relaciones de poder. Una voluntad que, pese a todos aquellos esfuerzos, parece estrellarse con una realidad económica mucho más compleja. El mundo, la economía, no será como antes. Un lamento, pero también es la esperanza.
Un plan ineficiente
El plan de rescate de Bush, votado en la Cámara de Representantes por una mayoría de demócratas e impugnado por una mayoría de republicanos, no sólo es singular, es también extravagante y, de cierta manera, inútil al no resolver la raíz del problema, que es la insolvencia de los deudores hipotecarios. Un plan que es también -y probablemente ello explica el rechazo republicano- estatista, que es el reverso del mercado. Sirve como solución, como hecho, como práctica. Manda al traste la retórica del mercado. Lo sanciona, lo desprestigia. Tiende a desgastar el discurso y la fe en el libre mercado.
Un plan que llevó al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, a afirmar, no sin ironía, que todas estas estrategias para salvar al sistema financiero son una clara muestra que Estados Unidos avanza hacia el “socialismo”. Avanza de la mano de George W Bush y su secretario del Tesoro Henry Paulson, por quienes hace unas semanas atrás hablaban de reducir el estado a su mínima expresión. "¿Intervención? ¿Populismo? Eso era impensable, y ahora, en contraste, el Estado norteamericano tuvo que salir a salvar a los bancos privados", dijo Hugo Chávez. "El camarada Bush ha tenido que tomar decisiones al estilo de Vladimir Lenin, y ahora todos se preguntan ¿será que Estados Unidos va rumbo al socialismo? (...) yo tengo la respuesta: "¡Yes Sir!, Estados Unidos algún día irá al socialismo, no tengo la menor duda".
La crisis en el sector financiero afecta al resto de la economía. Sin liquidez no hay actividad económica. Son los bancos quienes financian a las empresas, la industria, a los particulares y consumidores. De lo contrario, han dicho economistas, banqueros y presidentes, como el francés Nicolas Sarkozy, toda la economía estaría estrangulada. Sin los bancos, dicen, advierten, amenazan, comenzarían también a caer las empresas industriales, las manufacturas, la extracción de materias primas. El desempleo y el hambre rondarían el planeta. La ruina, la catástrofe. Por tanto, la única solución es que los estados inviertan sus recursos –y los que no tienen- en salvar a la banca en problemas. En salvar, hoy ya está claro, a prácticamente toda la banca, al mismo sistema.
Este ha sido el discurso dominante, el que finalmente triunfó en Washington. Pero nada está claro respecto al futuro de este plan. Porque se ha puesto en marcha el plan sin un conocimiento claro de las causas del colapso. Se ha hablado de codicia, de falta de transparencia, de riesgos excesivos, todas características muy propias de los mercados desregulados. Como si se tratara de casos aislados.
Uno de los aspectos más discutidos del programa no fue el volumen de recursos, sino ciertas nuevas regulaciones. Volver a regular, un capitalismo con normas, con reglas, como ha propuesto Sarkozy. Una idea que, sin embargo, parece más buscar un efecto tranquilizador de las conciencias propias y de los contribuyentes: en un sistema ya desregulado, que basa en esta condición su propia naturaleza, su misma viabilidad, su forma de operar, toda regulación es como un obstáculo, una traba, u otros calificativos tan repetidos por el sector privado.
Lo que se produce es una nueva y gran contradicción, una doble paradoja. No sólo se apoya o “estatiza” parte del sector financiero, también se regula el resto. Y todo por el futuro y la salud del libre mercado. ¿Cómo se entiende? ¿Cómo se explica esta profunda contradicción?
Quizá porque no existirá en un futuro esa contradicción. Porque los cambios que vendrán serán profundos, estructurales. Apuntarán al mismo paradigma económico. Tom Hayden, columnista de The Nation, la revista de izquierda estadounidense, al analizar el apoyo del senador demócrata y candidato presidencial Barack Obama al plan de rescate, dijo: “Obama apoyó el plan para mantenerse en la carrera presidencial. Necesita ser crítico, proponer enmiendas y necesita prometer soluciones después del 4 de noviembre”. Hayden recuerda y relaciona el actual momento económico con la crisis de 1929 y el nacimiento del New Deal bajo el gobierno de Roosevelt. Halla similitudes, pero también una diferencia: falta hoy un movimiento social que ejerza presión. Pese a ello, llama a apoyar a Obama. “Necesitamos en noviembre un mandato electoral que rechace las imprudentes desregulaciones del capitalismo de libre mercado como modelo para este siglo. Cada minuto que levantemos este mensaje durante los días previos a la elección estaremos construyendo ese mandato. Y necesitamos también un mandato por la paz”
El columnista William Greider también escribía en The Nation sobre lo que podría incorporar el futuro económico de Estados Unidos, el que dependerá de la magnitud de esta crisis. Para Greider, la intervención del estado en la economía deberá ser mucho mayor, a la manera de los sistemas económicos keynesianos. “Washington debe reafirmar sus grandes poderes en esta situación de emergencia y atar dos cosas de una sola vez: intervenir en la reducción del sistema financiero privado en un proceso que sostenga los préstamos y reviva la producción y el empleo a través de focalizar esfuerzos en diversas áreas de la economía. Este no puede ser un programa voluntario que simplemente invite a los banqueros a participar. El gobierno debe imponer sus términos y regulaciones para mantener el financiamiento y conseguir sus objetivos”.
Un modelo que se diluirá con la historia
La desregulación de los mercados, la misma idea de libre mercado, se desarrolló durante la última etapa del siglo pasado como un rápido proceso. De privatización, de mercantilización, de comercialización. De cultura neoliberal. Un proceso que surge con fuerza, bien sabemos, desde la era Reagan-Thatcher en la década de los ochenta del siglo pasado y se extiende -con algunas excepciones- hacia Latinoamérica y el resto del mundo durante la década siguiente. Un trance que logró desmantelar todas las organizaciones, sindicatos, leyes, normas, reglamentos, impuestos o cláusulas que interrumpieran el libre avance del mercado. Una acometida total, una “desregulación” total, que se extendió por todas las actividades humanas y no dejó área, real o imaginaria, fuera de la égida del mercado. Todo es comercializable, objeto de negocio.
Tras las privatizaciones en los ochenta y noventa le sigue la progresiva eliminación de todos los aranceles, acelerada ya sea por decisión unilateral de los gobiernos o por medio de acuerdos de libre comercio bilaterales. Estas medidas eran acompañadas con la apertura a las inversiones extranjeras, con medidas y regalías que estimularon los flujos de capital extranjero. Una vez hechas todas las desregulaciones, una vez desinstalados todas las leyes que pudieran interrumpir el libre accionar del mercado, el proceso ha seguido por la ampliación de mercados y por nuevos negocios, muchos de ellos más ligados a la especulación que a la producción. Una economía que en su expansión, en su ampliación y liberación, especula y apuesta. Y toma enormes riesgos. Una economía que se agota.
Es necesario recordar que la causa más inmediata e identificable de esta crisis financiera está en las hipotecas subprimes, en aquellas incobrables. Un problema que surge de la economía real, del desempleo y la incapacidad de pago de las personas, que se ha traspasado a los bancos. Las personas y los bancos tienen problemas de liquidez, sin embargo la solución ha apuntado solo a los bancos, a parte de los efectos de este mal. El problema real, que es la incapacidad de pago de las personas, no se ataca.
Ante esta nueva extrañeza, The New York Times escribía el jueves 2 de octubre pasmado por el plan de rescate. El influyente medio criticaba las dos grandes caras del plan: el importante apoyo a los banqueros y el prácticamente nulo soporte a los deudores. Más de seis millones de personas perderán sus casas de aquí a seis meses, afirmaba el New York Times, y muchas se sumarán a este grupo. Una severa recesión es la nueva y más real amenaza.
El Nobel de Economía Joseph Stiglitz, que es asesor de Obama, ha advertido no sólo que la recesión viene, sino de nuevas y mayores caídas libres de las acciones de Wall Street. “Veremos al índice Dow Jones en una caída libre mayor de la que podemos imaginar. Habrá quiebras estridentes de instituciones financieras. La economía estadounidense se dirige hacia una larga recesión”. Una advertencia que el mismo Fondo Monetario Internacional ha ratificado: Estados Unidos entrará en un periodo de fuerte y prolongada desaceleración económica. Una observación compartida por el economista Paul Krugman: “Estados Unidos está al borde del abismo”, afirmó a comienzos de octubre.
Ante este complicado e incierto escenario la reacción de todos los mercados es de una profunda inestabilidad, con clara tendencia hacia abajo. Todos los indicadores varían, cambian de tendencia día a día. No sólo las acciones, sino las divisas, las materias primas y otros instrumentos financieros. Una compleja distorsión que no tiene buenas predicciones. Para nuestros países, el periodo de altos precios de materias primas ha entrado en un ciclo deprimido, señal de todos los inversores y especuladores de una inminente recesión. No sólo ha caído de forma brutal en Estados Unidos la construcción de viviendas, sino también ha caído la venta de automóviles.
Las cifras de desempleo para septiembre determinaron con bastante claridad el curso de las cosas. Durante el mes se perdieron casi 160 mil puestos de trabajo, cifra que superó a todas las expectativas. Con el nuevo número, durante lo que va de año la economía estadounidense ha eliminado 760 mil plazas laborales, un evidente indicio de deterioro.
El columnista de La Jornada de México Guillermo Almeyda escribía hace unos días : el problema consiste en que la reducción de los salarios reales y la carestía reducen el consumo, pues los consumidores superendeudados temen por su futuro y tratan de ahorrar y de consumir menos, las deudas no se pueden pagar y nadie se arriesga a dar crédito, las fábricas al no vender todos sus productos suspenden personal o lo despiden, la desocupación alimenta la espiral recesiva, los emigrantes son expulsados o pierden su trabajo, el consumo de petróleo y de otras materias primas es menor y su precio cae, llevando la crisis a los sectores capitalistas extractivos o agrícolas”.
Este proceso de profundo deterioro, que puede llevar a la economía mundial a una depresión no observada durante las últimas décadas, es hoy ratificado por numerosos economistas y analistas. Como Rolando Cordera. En aquellas mismas páginas dijo: “Falta todavía la réplica del terremoto financiero en lo que solía llamarse la economía real, pero pocos parecen dudar de que el declive en la producción y el empleo globales será mayúsculo”. Y llega aún más lejos. Hacia el final de un modelo, del paradigma económico sostenido por los últimos 30 años: “La interdependencia creciente de las economías y los hombres ha servido como sostén de un discurso elemental en contra de proyectos nacionales, de trazo idiosincrásico para el desarrollo o la organización de estados y naciones. No sirve más, porque la receta única se desplomó con las bancas de inversión y la mayor intervención estatal de que se tenga memoria, precisamente en la tierra del libre mercado. Empeñarse en esta visión no será sino muestra eficiente de que se carece de ella, de que se renunció a tenerla en aras de un modelo que no sólo reducía la realidad sino la inventaba, dando lugar a todo tipo de espejismos utópicos y destructivos”.
Ante este escenario, con la banca, la economía, la industria por el suelo, se le suma el modelo neoliberal. Es éste el mayor estrépito, y la mayor vergüenza. ¡Cuántos de nuestros oficiantes neoliberales no sólo tendrán que tragarse sus palabras, sino también callarse para siempre! Porque cualquier solución se hará necesariamente desde la ruina.
PAUL WALDER
Confusión, angustia, rabia, críticas. Temor. De izquierda a derecha, de arriba abajo. De norte a sur. Incluso desde Chile, desde la presidenta Michelle Bachelet, cuando habló no sin gran sorpresa para el país de la economía de casino, neologismo acuñado hace años en círculos antineoliberales, antiimperialistas y anticapitalistas. Lo hizo en la Asamblea de las Naciones Unidas en septiembre y repitió la expresión en programas de radio. La economía de casino, apoyada en el lucro, en la ambición, en la codicia. En suma, no lo dijo ella, pero lo esbozó, la economía y su modelo neoliberal. Hoy, de la noche a la mañana, quienes defendían el neoliberalismo lo rechazan. Los codiciosos son “otros”, también los ambiciosos, los corruptos, los especuladores.
Que la crítica, tal vez más trazada desde el cálculo electoral que desde la economía, venga desde un presidente chileno no es una simple anécdota. No es innecesario recordar que es el país pionero en Latinoamérica en instalar una economía de libre mercado a la usanza neoliberal durante la dictadura de Pinochet, sino también es Chile la nación que realizó con más celeridad y profundidad las reformas estructurales “sugeridas” por el Consenso de Washington durante los años 90. Y vale también recordar que hoy en día sigue manteniendo dicho estatus. Tras las profusas y completas privatizaciones y desregulaciones, en Chile el mercado, literalmente, arrasa. ¿Qué fe –o retórica- abrazará el gobierno chileno cuando el dogma del mercado se desplome?
La crisis financiera ha llevado a medidas de emergencia, que se han expresado en el gigantesco plan de rescate, que supera, si se suman los anteriores salvavidas de este año, el billón de dólares. Un plan que pese a la retórica de Wall Street y a todos los oficiantes del libre mercado, partiendo por los de la Casa Blanca, tiene evidentes sesgos estatistas. Aunque se hable de una medida para salvar la economía mundial de su catástrofe, es una acción no sólo contraria a las lógicas y preceptos neoliberales, sino contraria a la lógica y al sentido común. Sólo responde, claro está, al raciocinio, que está armado de intereses, del gran capital, de los banqueros y los apostadores de Wall Street. El estado –el “miserable”, “perverso”, “injusto”, “inútil”, “corrupto” estado, entre otros calificativos tan extensamente desplegados por los capitalistas de todo el mundo- interviene el mercado, compra los créditos incobrables para mantener el mercado, el libre mercado. El estado subsidia a los millonarios. Una acción extravagante, que transparenta la relación entre el estado, entre el gobierno estadounidense y la gran banca, el gran capital. El estado, el fisco, está allí para apuntalar a los grandes capitalistas. El estado no está allí para subsidiar a los pobres, para invertir en salud y educación, para suavizar las diferencias en la distribución de la riqueza. El estado, este estado neoliberal, está para mantener el statu quo, para mantener las diferencias.
Un raciocinio que sólo tiene lógica para Wall Street, para el gran capital. Porque serán los contribuyentes medios los que subsidiarán a la elite. Un absurdo que sólo puede tener cierta sensatez –en la medida de sus intereses- para aquella misma elite. Un desatino que sólo puede asimilarse como razón con el uso de la retórica, de los medios de comunicación. De la mentira. El pragmatismo inmediato, la salvación a última hora, tendrá sin duda efectos posteriores. Y no sólo en la economía. Ya lo percibe Wall Street. Las bajas tras la aprobación del plan de rescate son una señal de que las cosas van de mal en peor.
Ante la crisis, no sólo la elite financiera estadounidense rogó –y tal vez qué otras acciones ha hecho- por la aprobación del multimillonario plan de rescate. También lo han hecho los presidentes de las otras grandes potencias industriales y financieras, lo que transparenta el sentido del plan de Bush. Se trata entregar la necesaria liquidez para mantener en circulación la economía mundial tal como la conocemos hoy en día. Para mantener su estructura, sus flujos, su orden. También el sentido de sus flujos, los procesos de acumulación y concentración. Al mantener la estructura económica actual también se mantienen, claro está, las estructuras mundiales de poder. Las relaciones de poder. Una voluntad que, pese a todos aquellos esfuerzos, parece estrellarse con una realidad económica mucho más compleja. El mundo, la economía, no será como antes. Un lamento, pero también es la esperanza.
Un plan ineficiente
El plan de rescate de Bush, votado en la Cámara de Representantes por una mayoría de demócratas e impugnado por una mayoría de republicanos, no sólo es singular, es también extravagante y, de cierta manera, inútil al no resolver la raíz del problema, que es la insolvencia de los deudores hipotecarios. Un plan que es también -y probablemente ello explica el rechazo republicano- estatista, que es el reverso del mercado. Sirve como solución, como hecho, como práctica. Manda al traste la retórica del mercado. Lo sanciona, lo desprestigia. Tiende a desgastar el discurso y la fe en el libre mercado.
Un plan que llevó al presidente de Venezuela, Hugo Chávez, a afirmar, no sin ironía, que todas estas estrategias para salvar al sistema financiero son una clara muestra que Estados Unidos avanza hacia el “socialismo”. Avanza de la mano de George W Bush y su secretario del Tesoro Henry Paulson, por quienes hace unas semanas atrás hablaban de reducir el estado a su mínima expresión. "¿Intervención? ¿Populismo? Eso era impensable, y ahora, en contraste, el Estado norteamericano tuvo que salir a salvar a los bancos privados", dijo Hugo Chávez. "El camarada Bush ha tenido que tomar decisiones al estilo de Vladimir Lenin, y ahora todos se preguntan ¿será que Estados Unidos va rumbo al socialismo? (...) yo tengo la respuesta: "¡Yes Sir!, Estados Unidos algún día irá al socialismo, no tengo la menor duda".
La crisis en el sector financiero afecta al resto de la economía. Sin liquidez no hay actividad económica. Son los bancos quienes financian a las empresas, la industria, a los particulares y consumidores. De lo contrario, han dicho economistas, banqueros y presidentes, como el francés Nicolas Sarkozy, toda la economía estaría estrangulada. Sin los bancos, dicen, advierten, amenazan, comenzarían también a caer las empresas industriales, las manufacturas, la extracción de materias primas. El desempleo y el hambre rondarían el planeta. La ruina, la catástrofe. Por tanto, la única solución es que los estados inviertan sus recursos –y los que no tienen- en salvar a la banca en problemas. En salvar, hoy ya está claro, a prácticamente toda la banca, al mismo sistema.
Este ha sido el discurso dominante, el que finalmente triunfó en Washington. Pero nada está claro respecto al futuro de este plan. Porque se ha puesto en marcha el plan sin un conocimiento claro de las causas del colapso. Se ha hablado de codicia, de falta de transparencia, de riesgos excesivos, todas características muy propias de los mercados desregulados. Como si se tratara de casos aislados.
Uno de los aspectos más discutidos del programa no fue el volumen de recursos, sino ciertas nuevas regulaciones. Volver a regular, un capitalismo con normas, con reglas, como ha propuesto Sarkozy. Una idea que, sin embargo, parece más buscar un efecto tranquilizador de las conciencias propias y de los contribuyentes: en un sistema ya desregulado, que basa en esta condición su propia naturaleza, su misma viabilidad, su forma de operar, toda regulación es como un obstáculo, una traba, u otros calificativos tan repetidos por el sector privado.
Lo que se produce es una nueva y gran contradicción, una doble paradoja. No sólo se apoya o “estatiza” parte del sector financiero, también se regula el resto. Y todo por el futuro y la salud del libre mercado. ¿Cómo se entiende? ¿Cómo se explica esta profunda contradicción?
Quizá porque no existirá en un futuro esa contradicción. Porque los cambios que vendrán serán profundos, estructurales. Apuntarán al mismo paradigma económico. Tom Hayden, columnista de The Nation, la revista de izquierda estadounidense, al analizar el apoyo del senador demócrata y candidato presidencial Barack Obama al plan de rescate, dijo: “Obama apoyó el plan para mantenerse en la carrera presidencial. Necesita ser crítico, proponer enmiendas y necesita prometer soluciones después del 4 de noviembre”. Hayden recuerda y relaciona el actual momento económico con la crisis de 1929 y el nacimiento del New Deal bajo el gobierno de Roosevelt. Halla similitudes, pero también una diferencia: falta hoy un movimiento social que ejerza presión. Pese a ello, llama a apoyar a Obama. “Necesitamos en noviembre un mandato electoral que rechace las imprudentes desregulaciones del capitalismo de libre mercado como modelo para este siglo. Cada minuto que levantemos este mensaje durante los días previos a la elección estaremos construyendo ese mandato. Y necesitamos también un mandato por la paz”
El columnista William Greider también escribía en The Nation sobre lo que podría incorporar el futuro económico de Estados Unidos, el que dependerá de la magnitud de esta crisis. Para Greider, la intervención del estado en la economía deberá ser mucho mayor, a la manera de los sistemas económicos keynesianos. “Washington debe reafirmar sus grandes poderes en esta situación de emergencia y atar dos cosas de una sola vez: intervenir en la reducción del sistema financiero privado en un proceso que sostenga los préstamos y reviva la producción y el empleo a través de focalizar esfuerzos en diversas áreas de la economía. Este no puede ser un programa voluntario que simplemente invite a los banqueros a participar. El gobierno debe imponer sus términos y regulaciones para mantener el financiamiento y conseguir sus objetivos”.
Un modelo que se diluirá con la historia
La desregulación de los mercados, la misma idea de libre mercado, se desarrolló durante la última etapa del siglo pasado como un rápido proceso. De privatización, de mercantilización, de comercialización. De cultura neoliberal. Un proceso que surge con fuerza, bien sabemos, desde la era Reagan-Thatcher en la década de los ochenta del siglo pasado y se extiende -con algunas excepciones- hacia Latinoamérica y el resto del mundo durante la década siguiente. Un trance que logró desmantelar todas las organizaciones, sindicatos, leyes, normas, reglamentos, impuestos o cláusulas que interrumpieran el libre avance del mercado. Una acometida total, una “desregulación” total, que se extendió por todas las actividades humanas y no dejó área, real o imaginaria, fuera de la égida del mercado. Todo es comercializable, objeto de negocio.
Tras las privatizaciones en los ochenta y noventa le sigue la progresiva eliminación de todos los aranceles, acelerada ya sea por decisión unilateral de los gobiernos o por medio de acuerdos de libre comercio bilaterales. Estas medidas eran acompañadas con la apertura a las inversiones extranjeras, con medidas y regalías que estimularon los flujos de capital extranjero. Una vez hechas todas las desregulaciones, una vez desinstalados todas las leyes que pudieran interrumpir el libre accionar del mercado, el proceso ha seguido por la ampliación de mercados y por nuevos negocios, muchos de ellos más ligados a la especulación que a la producción. Una economía que en su expansión, en su ampliación y liberación, especula y apuesta. Y toma enormes riesgos. Una economía que se agota.
Es necesario recordar que la causa más inmediata e identificable de esta crisis financiera está en las hipotecas subprimes, en aquellas incobrables. Un problema que surge de la economía real, del desempleo y la incapacidad de pago de las personas, que se ha traspasado a los bancos. Las personas y los bancos tienen problemas de liquidez, sin embargo la solución ha apuntado solo a los bancos, a parte de los efectos de este mal. El problema real, que es la incapacidad de pago de las personas, no se ataca.
Ante esta nueva extrañeza, The New York Times escribía el jueves 2 de octubre pasmado por el plan de rescate. El influyente medio criticaba las dos grandes caras del plan: el importante apoyo a los banqueros y el prácticamente nulo soporte a los deudores. Más de seis millones de personas perderán sus casas de aquí a seis meses, afirmaba el New York Times, y muchas se sumarán a este grupo. Una severa recesión es la nueva y más real amenaza.
El Nobel de Economía Joseph Stiglitz, que es asesor de Obama, ha advertido no sólo que la recesión viene, sino de nuevas y mayores caídas libres de las acciones de Wall Street. “Veremos al índice Dow Jones en una caída libre mayor de la que podemos imaginar. Habrá quiebras estridentes de instituciones financieras. La economía estadounidense se dirige hacia una larga recesión”. Una advertencia que el mismo Fondo Monetario Internacional ha ratificado: Estados Unidos entrará en un periodo de fuerte y prolongada desaceleración económica. Una observación compartida por el economista Paul Krugman: “Estados Unidos está al borde del abismo”, afirmó a comienzos de octubre.
Ante este complicado e incierto escenario la reacción de todos los mercados es de una profunda inestabilidad, con clara tendencia hacia abajo. Todos los indicadores varían, cambian de tendencia día a día. No sólo las acciones, sino las divisas, las materias primas y otros instrumentos financieros. Una compleja distorsión que no tiene buenas predicciones. Para nuestros países, el periodo de altos precios de materias primas ha entrado en un ciclo deprimido, señal de todos los inversores y especuladores de una inminente recesión. No sólo ha caído de forma brutal en Estados Unidos la construcción de viviendas, sino también ha caído la venta de automóviles.
Las cifras de desempleo para septiembre determinaron con bastante claridad el curso de las cosas. Durante el mes se perdieron casi 160 mil puestos de trabajo, cifra que superó a todas las expectativas. Con el nuevo número, durante lo que va de año la economía estadounidense ha eliminado 760 mil plazas laborales, un evidente indicio de deterioro.
El columnista de La Jornada de México Guillermo Almeyda escribía hace unos días : el problema consiste en que la reducción de los salarios reales y la carestía reducen el consumo, pues los consumidores superendeudados temen por su futuro y tratan de ahorrar y de consumir menos, las deudas no se pueden pagar y nadie se arriesga a dar crédito, las fábricas al no vender todos sus productos suspenden personal o lo despiden, la desocupación alimenta la espiral recesiva, los emigrantes son expulsados o pierden su trabajo, el consumo de petróleo y de otras materias primas es menor y su precio cae, llevando la crisis a los sectores capitalistas extractivos o agrícolas”.
Este proceso de profundo deterioro, que puede llevar a la economía mundial a una depresión no observada durante las últimas décadas, es hoy ratificado por numerosos economistas y analistas. Como Rolando Cordera. En aquellas mismas páginas dijo: “Falta todavía la réplica del terremoto financiero en lo que solía llamarse la economía real, pero pocos parecen dudar de que el declive en la producción y el empleo globales será mayúsculo”. Y llega aún más lejos. Hacia el final de un modelo, del paradigma económico sostenido por los últimos 30 años: “La interdependencia creciente de las economías y los hombres ha servido como sostén de un discurso elemental en contra de proyectos nacionales, de trazo idiosincrásico para el desarrollo o la organización de estados y naciones. No sirve más, porque la receta única se desplomó con las bancas de inversión y la mayor intervención estatal de que se tenga memoria, precisamente en la tierra del libre mercado. Empeñarse en esta visión no será sino muestra eficiente de que se carece de ella, de que se renunció a tenerla en aras de un modelo que no sólo reducía la realidad sino la inventaba, dando lugar a todo tipo de espejismos utópicos y destructivos”.
Ante este escenario, con la banca, la economía, la industria por el suelo, se le suma el modelo neoliberal. Es éste el mayor estrépito, y la mayor vergüenza. ¡Cuántos de nuestros oficiantes neoliberales no sólo tendrán que tragarse sus palabras, sino también callarse para siempre! Porque cualquier solución se hará necesariamente desde la ruina.
PAUL WALDER