Capitalismo a la deriva
Somos testigos de un evento histórico. Del final de un ciclo, del inicio de otro. Aun cuando este evento, que es la crisis financiera del sistema capitalista global, puede tener sus orígenes en otros ciclos, en otros múltiples incidentes y accidentes menos visibles, menos veloces, es la expresión de un punto de quiebre, de inflexión. Es la evidencia del desfonde de un sistema, circunstancia anunciada desde hace décadas –y en rigor a mucho más de un siglo, si nos remontamos a Marx- por intelectuales, analistas y por todo el movimiento antiglobalización. Estaban bien avisados.
El desastre financiero global, que ha derivado en el desfalco a los estados de las naciones desarrolladas por la gran banca privada, en una contracción de los créditos provocada por la desconfianza bancaria mutua, de presiones sobre las divisas y de una inminente recesión mundial cuya profundidad aún nadie pueden otear, ha venido a plantear otra serie de preguntas y nuevos problemas. Cuáles han sido las causas de esta crisis, las inmediatas y las profundas, y cuáles serán sus efectos, los que no sólo estarán acotados a la economía. Un amasijo de dudas que tiene también su diaria expresión en el enloquecido comportamiento de inversionistas, que actúan como especuladores y apostadores, aterrorizados por la inestabilidad global y estructural. El andamiaje económico, basado en la más pura ley del mercado, amenaza con derrumbarse. Sin el refuerzo de los estados todo estaría ya en el suelo, con efectos, podemos imaginar, de una paralización total de los flujos o de presiones impensables sobre algunas divisas.
Neoliberales evaporados
Lo que ya es una realidad es que hemos asistido en el lapso de unas pocas semanas al fin del modelo neoliberal, aquel que pregonaba –también hasta hace unas pocas semanas, recordemos y no lo olvidemos- la reducción del estado, su no intervención en la economía, las nulas regulaciones, porque el mercado, decían sus oficiantes, y solo el mercado era el mejor asignador de los recursos. Lo era en las finanzas, por cierto, pero también en la salud, la educación, los recursos naturales, el consumo, los servicios básicos. Tras el colapso del sistema financiero mundial, que ha requerido billones de dólares de los estados para reanimarlo, nadie puede, sin algún pudor intelectual, volver a hablar del mercado como el sistema de intercambios que sacará al mundo de sus miserias. Sólo fantasmas políticos como George W. Bush, aún presidente de Estados Unidos, pudo argumentar que las billonarias medidas “no tienen la intención de apoderarse del libre mercado, sino de preservarlo”. El libre mercado no sólo ha fracasado: sin el auxilio de los estados la ruina que vivimos hoy estaría multiplicada.
Esa voluntad de Bush es hoy una fantasía. No es posible volver atrás. Y tampoco huir hacia delante. Bush, que ha demostrado saber muy poco o nada de economía, duda también sobre el efecto que tendrán las millonarias medidas. La economía, dijo hacia la segunda semana de octubre, se arreglará. ¿Cuándo? No sabe, no tiene idea. En el largo plazo, dijo, frase que no contiene una afirmación, sino una mera esperanza. El largo plazo es, en economía, en historia, una fase que supera una o dos décadas. Tal vez más tiempo. Un largo ciclo que también coincide con afirmaciones de economistas, que prevén una larga recesión. La recuperación tardará, han dicho, entre diez y veinte años.
El neoliberalismo global desregulado, tal como lo conocimos durante las últimas décadas, se extendió y tramó sus complejas redes y operaciones especulativas precisamente por la ausencia de regulaciones, por la nula o ínfima presencia del estado. Hoy, un estado no solo regulador, sino participante y propietario, se instala como la contradicción, la aporía, el absurdo neoliberal. Si hay capitalismo, éste será sin duda diferente al que hoy existe. No sabemos si mejor o peor.
El economista Joseph Stiglitz hizo a los pocos días de desatada la crisis una lúcida comparación. La caída de Wall Street es un evento similar a la caída en 1989 del muro de Berlín y los socialismos reales. Bien podemos recordar las inmediatas consecuencias de aquel colapso sistémico durante la década siguiente, las que no sólo abarcaron la economía con un veloz ingreso del capital mundial en Rusia y Europa del Este, sino se extendieron hacia la política y la cultura. Fin de la historia -se dijo, se proclamó a los cuatro vientos- mundo unipolar, nuevo orden mundial. El neoliberalismo liderado por Estados Unidos, única superpotencia. Hoy cabe preguntarse si esta fase llega hasta el 2008.
Immanuel Wallerstein, sobre la base del Análisis del Sistema Mundo, que estudia los ciclos históricos (análisis inspirado en las teorías del historiador Fernand Braudel y del economista ruso Nikolai Kondratieff), ha advertido sobre este fin de ciclo. Lo ha venido haciendo en numerosos libros, documentos y artículos, lo que no nos debe llevar a ninguna sorpresa. Un proceso largo, de cierre, de colapso sistémico, que necesariamente tiene que hallar bifurcaciones. Wallerstein no localiza el cambio ni en el 2008, 2009 o en otra fecha concreta. Pero sí observa que nuestro sistema-mundo, una economía capitalista global, está en plena crisis, la que puede extenderse por varias décadas. Estos eventos, como otros similares, dan cuenta de esta transformación, que se expresa por una enorme inestabilidad. En general, los cambios, en la medida que ciertos grupos tratan de preservar sus privilegios y mantener jerarquías en un momento inestable, explosionarán con violencia.
¿Hacia el fin del capitalismo?
Hace dos semanas Wallerstein habló sobre la crisis financiera global, lo que ratifica su teoría. En realidad, podemos decir que Wallerstein, que ha impulsado a los movimiento antiglobalización y antiimperialistas, se ha elevado a la categoría de un profeta viviente del siglo XXI. Así explica el fin de este ciclo: “En una fase A, el beneficio es generado por la producción material, industrial u otra; en una fase B, el capitalismo debe, para seguir generando beneficios, refinanciarse y refugiarse en la especulación. Desde hace más de treinta años, las empresas, los Estados y las economías familiares se endeudan, de modo masivo. Actualmente estamos en la última parte de una fase B de Kondratieff, cuando la decadencia virtual se hace real, y las burbujas revientan las unas tras las otras: las bancarrotas se multiplican, la concentración del capital aumenta, la desocupación progresa, y la economía conoce una situación real de deflación.”
Wallerstein no se queda en ambigüedades para anunciar que estamos en el fin del sistema capitalista: “Pienso en efecto que hemos entrado después de treinta años en la fase terminal del sistema capital. Lo que diferencia fundamentalmente esa fase de la sucesión ininterrumpida de los ciclos coyunturales anteriores, es que el capitalismo ya no llega a “hacer sistema”, en el sentido en el que lo entiende el físico y químico Ilya Prigogine (1917-2003): cuando un sistema, biológico, químico o social, se desvía demasiado y demasiado a menudo de su situación de estabilidad, ya no llega a encontrar el equilibrio, y se asiste entonces a una bifurcación”.
A partir de entonces, dice, “la situación se hace caótica, incontrolable por las fuerzas que la han dominado hasta ese momento, y se ve aparecer una lucha, y no entre los poseedores y adversarios del sistema, sino entre todos los actores, para determinar lo que lo va a reemplazar. Reservo el uso de la palabra “crisis” a ese tipo de período. Ahora bien, estamos en crisis. El capitalismo se acaba”.
Wallerstein, en sus muchos estudios y ensayos, apunta sobre el cambio, la transformación, la bifurcación. Hacia un sistema diferente. Pero no dice a dónde. El proceso de bifurcación es “caótico”; esto significa que “pequeñas acciones” pueden tener más adelante consecuencias “significativas”. Y bajo estas condiciones, el sistema tiende a oscilar “salvajemente”. Pero eventualmente “se inclina” en una dirección.
La actualidad es aún prematura para predecir dónde está la bifurcación. Pero ya hay señales del profundo desorden que seguirá al colapso. Un periodo crítico, pero también lleno de posibilidades y esperanzas. “Nos encontramos en un período, bastante raro en el que la crisis y la impotencia de los poderosos dejan sitio al libre albedrío de cada cual: hoy existe un lapso de tiempo durante el cual cada uno de nosotros tiene la posibilidad de influenciar el futuro a través de su acción individual. Pero como ese futuro será la suma de una cantidad incalculable de esas acciones, es absolutamente imposible prever qué modelo terminará por prevalecer. Dentro de diez años, tal vez se vea más claro; en treinta o cuarenta años, habrá emergido un nuevo sistema. Creo que, por desgracia, es igual de posible que se presencie la instalación de un sistema de explotación aún más violento que el capitalismo, como que se establezca un modelo más igualitario y redistributivo”.
Para algunos, sólo codicia
A diferencia de Wallerstein, economistas del establishment y políticos más tradicionales no ven, o no quieren ver, más allá de sus narices. No se habla de crisis sistémica, de cambio de paradigma. Por cierto que no del fin del modelo capitalista, pero comienza a emerger la idea, la posibilidad, de la muerte de su expresión más extrema, que es el neoliberalismo. Esta idea, que hoy ya emerge con lentitud, ha sido, sin embargo, reducida, acotada. Se habla de “casos aislados”, de “excesos”, de la “codicia” y la “ambición” de “unos pocos”, como dijo, incluso, la presidenta socialista chilena Michelle Bachelet. La desregulación no fue la causa de la dispersión de los más bajos intereses e instintos humanos. A la inversa. La desregulación fue el efecto de esos intereses.
La ciclópea e histórica intervención de los bancos centrales y los estados en las finanzas mundiales, cuyas cifras, repetimos, se eleva a billones de dólares y euros, aún no tiene un claro diagnóstico. Hasta el momento, la prensa, los líderes mundiales, los economistas, son meros transmisores de los hechos. Ha faltado una interpretación más profunda, la que tal vez no se tendrá hasta contar con nuevos eventos. Al decir de Wallerstein, hasta observar hechos que “inclinen” el proceso en una dirección.
Los hechos que pueden observarse y comentarse a simple vista son los siguientes: ha habido una participación de los estados en las finanzas, ya sea por la adquisición de activos tóxicos, ya sea participando en la propiedad de las instituciones. De una u otra manera, lo que es innegable es que el mundo de las finanzas mundiales, el corazón y ADN del sector privado global, hoy es híbrido, espurio. Está, diría Hayek o Friedman, “contaminado” con el estado. El neoliberalismo más puro está, sino muerto, moribundo.
¿Privatización del estado? ¿Nuevo evento en la Doctrina del shock?
Esta es la interpretación más o menos oficial. Pero la gigantesca operación de rescate bancario puede ocultar algo mucho peor, como son las tensiones que marcarán los próximos años. Marcos Roitman afirmaba la semana pasada que estas operaciones han de ser observadas bajo la luz de Marx. “Cuando los gobiernos conservadores y neoliberales se prestan a rejuvenecer el sistema financiero por medio de un intervencionismo estatal se refuerza el carácter de clase del Estado. Es el capitalista global el que está representado en su forma equivalente general. En momentos de necesidad emerge su esencia. Inyectar millones y millones de dólares o euros para evitar una catástrofe financiera o una caída espectacular de los valores bursátiles, supone orientar políticamente las decisiones. Pero igualmente, conlleva salvar a los grandes empresarios y las trasnacionales. El horizonte es reflotar el sistema”.
Se reflota el sistema a costa del estado, que es a costa de todos los contribuyentes. Se revive un sistema histórica y profundamente criticado, basado en la explotación sin freno de los recursos naturales, en la degradación ambiental, en la injusticia, en la explotación laboral. Un sistema que da cada día muestras evidentes de su declinación. Los estados, con el argumento de la salvación del sistema, de los ahorros de las personas, de las pensiones para la jubilación de los trabajadores, han apoyado no a los ciudadanos y pobres, sino a las elites, al sector privado global. A los denominados masters of the universe.
Bajo todas estas circunstancias, lo que hemos observado no ha sido sólo una operación económica global, sino una mega operación política. Los bancos centrales no eran independientes, como argumentaron todos los neoliberales, sino que estaban allí como una extensión de su poder, como un seguro o una línea de crédito, de los grandes capitales. Los superávit fiscales de los estados, sus reservas, estaban aguardando esta oportunidad. ¡Cómo hubiera gritado el sector privado si los estados hubiesen entregado esos recursos para resolver el hambre, la pobreza!
Se ha dicho que con la participación del estado en la economía habrá más regulaciones, en la necesidad de sentar un nuevo orden financiero internacional, a la manera de Bretton Woods en 1944. Pero nada de ello está claro. El orden financiero actual, que tiene su génesis y su estructura en la especulación y la desregulación, tendría que ser desmontado o completamente reestructurado. ¿Una decisión a partir de una contradicción?
Es posible llegar a afirmar que esta no es una contradicción. Es el estado de clase, hoy más transparentado que nunca. Ya no requiere subsidiar de forma indirecta o triangular a complejos de armamentos, petroleros, mineros, ya no necesitan los gobiernos entrar en largas discusiones para aprobar leyes que favorezcan a sus mecenas privados. Ahora, y ante la catástrofe, le ha entregado los recursos directamente. El estado, habría que decir, no es solo un estado de clase, sino que les pertenece. Este es un paso más hacia la privatización final del estado. Los anteriores pasos, que estuvieron encaminados en la misma dirección, contaron con otra argumentación: austeridad fiscal, corrupción, derroche… Hoy, cuando aún resuenan en nuestros oídos toda la cantinela del FMI y el Consenso de Washington, vemos una operación política presentada como una aparente contradicción, como una acción pragmática, generada por la necesidad.
Una acción que solo pudo ser posible tras el shock. Naomi Klein ya había observado estas últimas acciones del sistema capitalista para ganar espacios de poder y las explicó a la perfección en la Doctrina del Shock. El capitalismo o crea o espera la catástrofe. Tras la debacle, interviene y reconstruye a su propia medida. Lo hizo en Chile en 1973, en otras naciones sudamericanas, los hizo después del colapso del Muro de berlín, tras el huracán katrina y el tsunami de Indonesia, y lo hace hoy en Irak. Tras el atentado que derribó las Torres Gemelas se puso en marcha la “doctrina Bush” de la guerra preventiva. Hoy, con la crisis financiera, el plan ha sido intervenir en el corazón de los estados. De cierto modo, los ha privatizado.
Junto a la toma de rehén de los estados por el sector financiero – y no al revés, como podría creerse- está en plena marcha un proceso de aún mayor concentración de la propiedad y del mercado. En estas escasas semanas hemos visto como caen en quiebra varios bancos, que son absorbidos por otros, en las próximas veremos cómo los estado ingresan en la industria. Un proceso de profundos, erráticos y caóticos cambios. Pero será necesario esperar y ver el curso de los hechos, la emergencia de nuevos eventos para poder continuar con la tesis de Klein.
PAUL WALDER
El desastre financiero global, que ha derivado en el desfalco a los estados de las naciones desarrolladas por la gran banca privada, en una contracción de los créditos provocada por la desconfianza bancaria mutua, de presiones sobre las divisas y de una inminente recesión mundial cuya profundidad aún nadie pueden otear, ha venido a plantear otra serie de preguntas y nuevos problemas. Cuáles han sido las causas de esta crisis, las inmediatas y las profundas, y cuáles serán sus efectos, los que no sólo estarán acotados a la economía. Un amasijo de dudas que tiene también su diaria expresión en el enloquecido comportamiento de inversionistas, que actúan como especuladores y apostadores, aterrorizados por la inestabilidad global y estructural. El andamiaje económico, basado en la más pura ley del mercado, amenaza con derrumbarse. Sin el refuerzo de los estados todo estaría ya en el suelo, con efectos, podemos imaginar, de una paralización total de los flujos o de presiones impensables sobre algunas divisas.
Neoliberales evaporados
Lo que ya es una realidad es que hemos asistido en el lapso de unas pocas semanas al fin del modelo neoliberal, aquel que pregonaba –también hasta hace unas pocas semanas, recordemos y no lo olvidemos- la reducción del estado, su no intervención en la economía, las nulas regulaciones, porque el mercado, decían sus oficiantes, y solo el mercado era el mejor asignador de los recursos. Lo era en las finanzas, por cierto, pero también en la salud, la educación, los recursos naturales, el consumo, los servicios básicos. Tras el colapso del sistema financiero mundial, que ha requerido billones de dólares de los estados para reanimarlo, nadie puede, sin algún pudor intelectual, volver a hablar del mercado como el sistema de intercambios que sacará al mundo de sus miserias. Sólo fantasmas políticos como George W. Bush, aún presidente de Estados Unidos, pudo argumentar que las billonarias medidas “no tienen la intención de apoderarse del libre mercado, sino de preservarlo”. El libre mercado no sólo ha fracasado: sin el auxilio de los estados la ruina que vivimos hoy estaría multiplicada.
Esa voluntad de Bush es hoy una fantasía. No es posible volver atrás. Y tampoco huir hacia delante. Bush, que ha demostrado saber muy poco o nada de economía, duda también sobre el efecto que tendrán las millonarias medidas. La economía, dijo hacia la segunda semana de octubre, se arreglará. ¿Cuándo? No sabe, no tiene idea. En el largo plazo, dijo, frase que no contiene una afirmación, sino una mera esperanza. El largo plazo es, en economía, en historia, una fase que supera una o dos décadas. Tal vez más tiempo. Un largo ciclo que también coincide con afirmaciones de economistas, que prevén una larga recesión. La recuperación tardará, han dicho, entre diez y veinte años.
El neoliberalismo global desregulado, tal como lo conocimos durante las últimas décadas, se extendió y tramó sus complejas redes y operaciones especulativas precisamente por la ausencia de regulaciones, por la nula o ínfima presencia del estado. Hoy, un estado no solo regulador, sino participante y propietario, se instala como la contradicción, la aporía, el absurdo neoliberal. Si hay capitalismo, éste será sin duda diferente al que hoy existe. No sabemos si mejor o peor.
El economista Joseph Stiglitz hizo a los pocos días de desatada la crisis una lúcida comparación. La caída de Wall Street es un evento similar a la caída en 1989 del muro de Berlín y los socialismos reales. Bien podemos recordar las inmediatas consecuencias de aquel colapso sistémico durante la década siguiente, las que no sólo abarcaron la economía con un veloz ingreso del capital mundial en Rusia y Europa del Este, sino se extendieron hacia la política y la cultura. Fin de la historia -se dijo, se proclamó a los cuatro vientos- mundo unipolar, nuevo orden mundial. El neoliberalismo liderado por Estados Unidos, única superpotencia. Hoy cabe preguntarse si esta fase llega hasta el 2008.
Immanuel Wallerstein, sobre la base del Análisis del Sistema Mundo, que estudia los ciclos históricos (análisis inspirado en las teorías del historiador Fernand Braudel y del economista ruso Nikolai Kondratieff), ha advertido sobre este fin de ciclo. Lo ha venido haciendo en numerosos libros, documentos y artículos, lo que no nos debe llevar a ninguna sorpresa. Un proceso largo, de cierre, de colapso sistémico, que necesariamente tiene que hallar bifurcaciones. Wallerstein no localiza el cambio ni en el 2008, 2009 o en otra fecha concreta. Pero sí observa que nuestro sistema-mundo, una economía capitalista global, está en plena crisis, la que puede extenderse por varias décadas. Estos eventos, como otros similares, dan cuenta de esta transformación, que se expresa por una enorme inestabilidad. En general, los cambios, en la medida que ciertos grupos tratan de preservar sus privilegios y mantener jerarquías en un momento inestable, explosionarán con violencia.
¿Hacia el fin del capitalismo?
Hace dos semanas Wallerstein habló sobre la crisis financiera global, lo que ratifica su teoría. En realidad, podemos decir que Wallerstein, que ha impulsado a los movimiento antiglobalización y antiimperialistas, se ha elevado a la categoría de un profeta viviente del siglo XXI. Así explica el fin de este ciclo: “En una fase A, el beneficio es generado por la producción material, industrial u otra; en una fase B, el capitalismo debe, para seguir generando beneficios, refinanciarse y refugiarse en la especulación. Desde hace más de treinta años, las empresas, los Estados y las economías familiares se endeudan, de modo masivo. Actualmente estamos en la última parte de una fase B de Kondratieff, cuando la decadencia virtual se hace real, y las burbujas revientan las unas tras las otras: las bancarrotas se multiplican, la concentración del capital aumenta, la desocupación progresa, y la economía conoce una situación real de deflación.”
Wallerstein no se queda en ambigüedades para anunciar que estamos en el fin del sistema capitalista: “Pienso en efecto que hemos entrado después de treinta años en la fase terminal del sistema capital. Lo que diferencia fundamentalmente esa fase de la sucesión ininterrumpida de los ciclos coyunturales anteriores, es que el capitalismo ya no llega a “hacer sistema”, en el sentido en el que lo entiende el físico y químico Ilya Prigogine (1917-2003): cuando un sistema, biológico, químico o social, se desvía demasiado y demasiado a menudo de su situación de estabilidad, ya no llega a encontrar el equilibrio, y se asiste entonces a una bifurcación”.
A partir de entonces, dice, “la situación se hace caótica, incontrolable por las fuerzas que la han dominado hasta ese momento, y se ve aparecer una lucha, y no entre los poseedores y adversarios del sistema, sino entre todos los actores, para determinar lo que lo va a reemplazar. Reservo el uso de la palabra “crisis” a ese tipo de período. Ahora bien, estamos en crisis. El capitalismo se acaba”.
Wallerstein, en sus muchos estudios y ensayos, apunta sobre el cambio, la transformación, la bifurcación. Hacia un sistema diferente. Pero no dice a dónde. El proceso de bifurcación es “caótico”; esto significa que “pequeñas acciones” pueden tener más adelante consecuencias “significativas”. Y bajo estas condiciones, el sistema tiende a oscilar “salvajemente”. Pero eventualmente “se inclina” en una dirección.
La actualidad es aún prematura para predecir dónde está la bifurcación. Pero ya hay señales del profundo desorden que seguirá al colapso. Un periodo crítico, pero también lleno de posibilidades y esperanzas. “Nos encontramos en un período, bastante raro en el que la crisis y la impotencia de los poderosos dejan sitio al libre albedrío de cada cual: hoy existe un lapso de tiempo durante el cual cada uno de nosotros tiene la posibilidad de influenciar el futuro a través de su acción individual. Pero como ese futuro será la suma de una cantidad incalculable de esas acciones, es absolutamente imposible prever qué modelo terminará por prevalecer. Dentro de diez años, tal vez se vea más claro; en treinta o cuarenta años, habrá emergido un nuevo sistema. Creo que, por desgracia, es igual de posible que se presencie la instalación de un sistema de explotación aún más violento que el capitalismo, como que se establezca un modelo más igualitario y redistributivo”.
Para algunos, sólo codicia
A diferencia de Wallerstein, economistas del establishment y políticos más tradicionales no ven, o no quieren ver, más allá de sus narices. No se habla de crisis sistémica, de cambio de paradigma. Por cierto que no del fin del modelo capitalista, pero comienza a emerger la idea, la posibilidad, de la muerte de su expresión más extrema, que es el neoliberalismo. Esta idea, que hoy ya emerge con lentitud, ha sido, sin embargo, reducida, acotada. Se habla de “casos aislados”, de “excesos”, de la “codicia” y la “ambición” de “unos pocos”, como dijo, incluso, la presidenta socialista chilena Michelle Bachelet. La desregulación no fue la causa de la dispersión de los más bajos intereses e instintos humanos. A la inversa. La desregulación fue el efecto de esos intereses.
La ciclópea e histórica intervención de los bancos centrales y los estados en las finanzas mundiales, cuyas cifras, repetimos, se eleva a billones de dólares y euros, aún no tiene un claro diagnóstico. Hasta el momento, la prensa, los líderes mundiales, los economistas, son meros transmisores de los hechos. Ha faltado una interpretación más profunda, la que tal vez no se tendrá hasta contar con nuevos eventos. Al decir de Wallerstein, hasta observar hechos que “inclinen” el proceso en una dirección.
Los hechos que pueden observarse y comentarse a simple vista son los siguientes: ha habido una participación de los estados en las finanzas, ya sea por la adquisición de activos tóxicos, ya sea participando en la propiedad de las instituciones. De una u otra manera, lo que es innegable es que el mundo de las finanzas mundiales, el corazón y ADN del sector privado global, hoy es híbrido, espurio. Está, diría Hayek o Friedman, “contaminado” con el estado. El neoliberalismo más puro está, sino muerto, moribundo.
¿Privatización del estado? ¿Nuevo evento en la Doctrina del shock?
Esta es la interpretación más o menos oficial. Pero la gigantesca operación de rescate bancario puede ocultar algo mucho peor, como son las tensiones que marcarán los próximos años. Marcos Roitman afirmaba la semana pasada que estas operaciones han de ser observadas bajo la luz de Marx. “Cuando los gobiernos conservadores y neoliberales se prestan a rejuvenecer el sistema financiero por medio de un intervencionismo estatal se refuerza el carácter de clase del Estado. Es el capitalista global el que está representado en su forma equivalente general. En momentos de necesidad emerge su esencia. Inyectar millones y millones de dólares o euros para evitar una catástrofe financiera o una caída espectacular de los valores bursátiles, supone orientar políticamente las decisiones. Pero igualmente, conlleva salvar a los grandes empresarios y las trasnacionales. El horizonte es reflotar el sistema”.
Se reflota el sistema a costa del estado, que es a costa de todos los contribuyentes. Se revive un sistema histórica y profundamente criticado, basado en la explotación sin freno de los recursos naturales, en la degradación ambiental, en la injusticia, en la explotación laboral. Un sistema que da cada día muestras evidentes de su declinación. Los estados, con el argumento de la salvación del sistema, de los ahorros de las personas, de las pensiones para la jubilación de los trabajadores, han apoyado no a los ciudadanos y pobres, sino a las elites, al sector privado global. A los denominados masters of the universe.
Bajo todas estas circunstancias, lo que hemos observado no ha sido sólo una operación económica global, sino una mega operación política. Los bancos centrales no eran independientes, como argumentaron todos los neoliberales, sino que estaban allí como una extensión de su poder, como un seguro o una línea de crédito, de los grandes capitales. Los superávit fiscales de los estados, sus reservas, estaban aguardando esta oportunidad. ¡Cómo hubiera gritado el sector privado si los estados hubiesen entregado esos recursos para resolver el hambre, la pobreza!
Se ha dicho que con la participación del estado en la economía habrá más regulaciones, en la necesidad de sentar un nuevo orden financiero internacional, a la manera de Bretton Woods en 1944. Pero nada de ello está claro. El orden financiero actual, que tiene su génesis y su estructura en la especulación y la desregulación, tendría que ser desmontado o completamente reestructurado. ¿Una decisión a partir de una contradicción?
Es posible llegar a afirmar que esta no es una contradicción. Es el estado de clase, hoy más transparentado que nunca. Ya no requiere subsidiar de forma indirecta o triangular a complejos de armamentos, petroleros, mineros, ya no necesitan los gobiernos entrar en largas discusiones para aprobar leyes que favorezcan a sus mecenas privados. Ahora, y ante la catástrofe, le ha entregado los recursos directamente. El estado, habría que decir, no es solo un estado de clase, sino que les pertenece. Este es un paso más hacia la privatización final del estado. Los anteriores pasos, que estuvieron encaminados en la misma dirección, contaron con otra argumentación: austeridad fiscal, corrupción, derroche… Hoy, cuando aún resuenan en nuestros oídos toda la cantinela del FMI y el Consenso de Washington, vemos una operación política presentada como una aparente contradicción, como una acción pragmática, generada por la necesidad.
Una acción que solo pudo ser posible tras el shock. Naomi Klein ya había observado estas últimas acciones del sistema capitalista para ganar espacios de poder y las explicó a la perfección en la Doctrina del Shock. El capitalismo o crea o espera la catástrofe. Tras la debacle, interviene y reconstruye a su propia medida. Lo hizo en Chile en 1973, en otras naciones sudamericanas, los hizo después del colapso del Muro de berlín, tras el huracán katrina y el tsunami de Indonesia, y lo hace hoy en Irak. Tras el atentado que derribó las Torres Gemelas se puso en marcha la “doctrina Bush” de la guerra preventiva. Hoy, con la crisis financiera, el plan ha sido intervenir en el corazón de los estados. De cierto modo, los ha privatizado.
Junto a la toma de rehén de los estados por el sector financiero – y no al revés, como podría creerse- está en plena marcha un proceso de aún mayor concentración de la propiedad y del mercado. En estas escasas semanas hemos visto como caen en quiebra varios bancos, que son absorbidos por otros, en las próximas veremos cómo los estado ingresan en la industria. Un proceso de profundos, erráticos y caóticos cambios. Pero será necesario esperar y ver el curso de los hechos, la emergencia de nuevos eventos para poder continuar con la tesis de Klein.
PAUL WALDER
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