La tortura como imagen publicitaria
La publicidad, la imagen mediatizada, bien sabemos, trabaja con significados, a veces polisémicos. Es difícil que los especialistas en comunicación no lo sepan. Sí, que no quieran o no lo puedan ver la profundidad de ciertas imágenes. Y aquí está el cisma que es tal vez generacional, tal vez ideológico, pero ciertamente de clase. Los publicistas y expertos en marketing no ven o no sienten a la tortura como un sello de sangre y fuego de nuestra historia reciente. Pueden verla como parte de un borroso y lejano discurso político, un relato que no rosa ni tangencialmente la publicidad, para ellos una técnica, un efecto discursivo acotado al terreno del comercio y la industria de la moda y los deseos.
Cuando aún hablamos de reconciliación, de “cerrar las heridas del pasado”, nos encontramos, nos estrellamos con una generación, pero especialmente con una clase, que en su propia ceguera histórica y política, está vacía de contenidos. Para ellos la historia no existe, es una mera narración retórica. Más realidad tiene la tortura como simple imagen de la televisión o del cine. Y bajo esta mirada, una buena imagen bien instalada en el inconsciente del consumidor –como también los minutos que siguen a un atentado- puede ser objeto de inspiración publicitaria-comercial. De cierta manera, todo vende, por cierto que también la violencia.
Ripley, ante las protestas de organizaciones de Derechos Humanos y Amnistía Internacional, ha dicho que retirará la campaña. No ha levantado una defensa de ella. Se ha tratado, no lo ha dicho pero lo intuimos, de un problema técnico.
Pero se trata de una mera operación técnica, desligada de la historia y de la miseria humana. La campaña de Ripley, no conciente, lo creemos, lo podemos admitir, legitima la tortura al vaciarla del dolor, lo que es también una forma para su justificación. Si está hoy de moda, como un revival de los años 70 y 80 chilenos, por qué una actividad ahora tan naturalizada no podría volver a instalarse en el futuro.