El orden de los factores no altera el producto
Como una ola cíclica, como el clima o la estacionalidad laboral, como los ciclos propios de los procesos electorales, hay materias, sean éstas políticas, sociales o económicas, que emergen, se expanden, explotan, para volver a hundirse. Las pymes, las pequeñas y medianas empresas, más que entidad económica, son entidad imaginaria, tema de la agenda y bandera política, han venido a protagonizar, como efecto de un accidente legislativo, el espacio público de los medios. Hace un mes atrás nada podría llevar a presagiar ni menos proyectar que las pymes, este conglomerado productivo heterogéneo, disperso, tan irreal y también tan ambiguo como hablar de “la clase media”, de “la mujer chilena” o, incluso, de “la familia chilena”, pasarían a ser una colectividad , habría que precisar más simbólica que real, disputada por el gobierno y la oposición. Una disputa sorpresiva que para pesar de las pymes tiene más relación con el horizonte electoral y sus estrategias de corto y mediano plazo. Tal vez sin la arremetida legislativa del gobierno, que ha incluido además de la hoy denostada depreciación acelerada el proyecto de reforma electoral y el de reforma educacional, la oposición de derecha no hubiera hallado mejor oportunidad para desplegar sus estrategias: favorecer a unas pymes olvidadas por un gobierno socialista y, de paso, revolver un poco el mapa electoral e ideológico y diluir eso de una derecha que está por el puro lucro.
No vamos a negar que no exista preocupación legítima por el estado y el destino de las pymes, pero tampoco negar que es un cuidado similar al que se manifiesta por las ya citadas clases medias, los trabajadores, en fin, la familia chilena. Una evocación presente en determinados y poco frecuentes discursos electorales, y ausente en los grandes hechos. Porque si nos remontamos a los últimos veinte años de la historia económica chilena, lo que abunda es un deterioro de las pymes y un fortalecimiento de la gran empresa. Una transferencia de recursos y de mercados desde los más débiles hacia los más fuertes. En otras y más brutales palabras, un traspaso de la riqueza desde los pobres a los ricos, proceso que pese a estar presente en calidad de escándalo en algunas palabras de los gobernantes, no ha logrado resolverse, como si su solución estuviera entregada al devenir de la naturaleza. Lo dijo el ex presidente Ricardo Lagos antes de dejar La Moneda y lo ha repetido Michelle Bachelet. Y durante el actual periodo de desvelo por las pymes, lo ha recordado el gobierno y la oposición.
El plan Chile Invierte, que contenía la hoy repudiada depreciación acelerada que impugnaron las pymes, la derecha en bloque y tres senadores de la Concertación –Carlos Ominami, Adolfo Zaldívar y Nelson Avila- no estaba orientado hacia un tipo de empresa en particular. Es (o era) un plan elaborado para el conjunto del sector privado, grupo heterogéneo cuyo poder, expresado desde los mercados, las ventas y los capitales, está escorado hacia la gran empresa. Entregar una ventaja de forma pareja a todo el universo empresarial significaba, y así lo han entendido las pymes, y después lo ha replicado la oposición, mantener y aun amplificar la desigualdad. La medida, a la que de manera implícita también estaban invitadas las pequeñas y medianas, no sólo no les calzaba, sino que fortalecería a su competencia. Cálculos de los organismos gremiales estimaban que sólo unas 60 mil pymes podrían haberse favorecido con el plan, lo que es menos del diez por ciento del total. Para el noventa por ciento restante, el proyecto, indirectamente, les perjudicaría.
No hay posibilidades reales de cambio sin una transformación radical del modelo económico. No puede hacerse la misma política para las presas y sus depredadores sin que se reproduzca y se amplifique la ley de la selva, el neoliberalismo capitalista de mercado desregulado, como le ha llamado el poeta Armando Uribe. Las pymes, si algo se puede hacer por ellas, debieran recibir un trato especial, lo que es establecer excepciones, acaso protecciones, todas medidas, bien se sabe, que se estrellan contra las bases del modelo.
UNA GRIETA EN EL MURO
El rechazo en bloque al proyecto de depreciación acelerada por parte de la derecha, más allá del ruido electoral, ha abierto una grieta, si no al modelo, sí en el discurso económico. Ha colocado por unas semanas a las pymes en un lugar privilegiado de la agenda y ha abierto el estrecho, sesgado y artificioso discurso económico a otras ideas, otras voces y rostros. Esta es una de las escasas oportunidades en las que los actores económicos protagónicos no pertenecen a aquella clase empresarial globalizada que llena las páginas de los periódicos y revistas especializadas y apuntala campañas electorales. El bullicio desatado por la derecha y los senadores disidentes de la Concertación es una gran oportunidad para que las políticas destinadas a las pymes no sean una mera extensión de la agenda de protección social, sino que se incorporen de lleno en la agenda económica y productiva.
Pese al lobbying de la gran empresa, la derecha ha votado en contra del proyecto, lo que ha sido interpretado por no pocos analistas como un gesto de emancipación, de destete, un grito de rebelión de la derecha política ante su gran mecenas, la derecha económica. Un acto que ha sido también, y por sobre todas las cosas, un gesto de desesperación en busca de una estrategia que de una vez por todas la ponga en un sendero seguro hacia La Moneda.
El gesto inicial de la derecha en el senado fue secundado por las primeras declaraciones de la contraparte, las que emergieron desde el corazón de la gran empresa: durante el Foro Económico Mundial, capítulo latinoamericano, Ricardo Claro aprovechó a deslizar que la oposición es (un poco) irreflexiva y no tiene visión de largo plazo, en tanto el presidente de la Confederación de la Producción y del Comercio, Alfredo Ovalle, estimaba que el rechazo al proyecto de depreciación acelerada era “un desmarque pasajero” entre el empresariado y la derecha. Para cualquier traductor, Ovalle interpretaba la votación en el senado como una pataleta de la derecha, o la acción irreflexiva de un niño, que no puede ser independiente. Tarde o temprano volvería al solvente regazo del padre.
Solo estas palabras bastaron el miércoles 26 de abril para la transcripción final del acto que había tenido lugar en el senado durante el rechazo al proyecto del ministerio de Hacienda. A la acción le ha seguido la palabra. Un muy molesto presidente de la Udi, Hernán Larraín, no sólo le dijo a Ovalle que hasta aquí llegamos, que no hay nada más que hablar, sino que fue enfático para colocar a los empresarios, lo mismo que al gobierno, como una alianza entre poderosos que opera de espaldas a la gente, a los pobres...
Vale reproducir las expresiones exactas de Larraín, las que, sin duda, al menos en el discurso, son una inversión del orden de las palabras políticas de los últimos años. “Estamos asistiendo a la alianza de los grandes empresarios con el gobierno. Nosotros nos mantenemos al margen de esa alianza y representamos los sentimientos de la gente, de la gente común, de los pequeños y medianos empresarios que han sido abandonados a su suerte por el gobierno, aparentemente también aliado con algunos grandes empresarios”. “Nosotros vamos a seguir en esto porque no nos equivocamos en dónde tenemos que estar, vamos a estar al lado de la gente que necesita de nuestro apoyo, de la gente más humilde, de los pequeños, de los más débiles. El gobierno, ya el país lo sabe, aliado con los grandes empresarios ha iniciado una nueva etapa en su gobierno, y en esa etapa nosotros no participamos”.
Desde la década pasada la gran empresa ha estado, sino aliada como acota Larraín, sí cercana a los gobiernos de la Concertación. Más allá de algunas diferencias, las que surgen de los atavismos ideológicos del empresariado –vale recordar que el propio Alfredo Ovalle, el mismo día de su investidura como presidente de la CPC en diciembre pasado, pasó por la Escuela Militar para rendirle los últimos honores al finado Augusto Pinochet- ha habido un consenso en torno a la política económica, la que ha favorecido, qué duda cabe, a la gran empresa. Para ello, basta mirar los números de las principales sociedades anónimas, las grandes beneficiadas por las políticas de los últimos veinte años. Alfredo Ovalle, que viene del sector de la gran minería, posiblemente ha gozado de estas ofrendas.
Tampoco es misterio ni novedad que los gobiernos de la Concertación, presuntamente de izquierda, son mejores administradores que la derecha de la llamada cuestión social, asunto que ha sido levantado con bastante ostentación por éste y anteriores gobiernos. Desde la tan alardeada “tranquilidad social” de la década pasada, que no es necesariamente una analogía de bienestar sino de inmovilidad social, a la actual red de protección social, tejido más bien ralo que recoge hoy a los marginados del mercado y terminará, al ritmo de concentración de los ingresos y la riqueza, por recoger a muchos más. La relación que se ha establecido entre el sector privado y los gobiernos de la Concertación, buenos administradores del modelo económico que con tanta fruición ha defendido este empresariado desde su instauración hacia comienzos de la década de los ochenta, hace presagiar que, de mantenerse el modelo y buenas cifras de utilidades empresariales, la relación podría prolongarse de forma indefinida.
TECNÓCRATA POR EXCELENCIA
Durante las últimas semanas una de las evidencias de esta “alianza” ha sido la coordinada defensa que ha hecho el empresariado y toda su red comunicacional, empezando por El Mercurio, de la figura e imagen del ministro de Hacienda. Andrés Velasco ha sido desde finales del año pasado, y con mayor énfasis a partir de la puesta en marcha del fallido y denostado Transantiago, objeto creciente de las críticas de parlamentarios de la Concertación y la derecha. Velasco y su perfil tecnocrático como imagen de las políticas económicas del gobierno. Velasco, como la quintaesencia del neoliberalismo.
Al hacer una analogía, las pymes han pasado a ser la clase media del sector productivo. No por su pertenencia a un grupo socioeconómico, aun cuando de cierta manera también la tienen, sino en cuanto a objetivo electoral. La súbita mutación de las pymes en bandera política responde a una oposición que no da tregua en la búsqueda de estrategias que le otorguen una ventaja que la realidad política les ha negado. Pese a la los errores del gobierno, Transantiago incluido, y a los eventos de corrupción, la pérdida de apoyo ciudadano de Michelle Bachelet no se ha traducido en una ganancia para la Alianza de derecha. Un fenómeno que este conglomerado se ha propuesto, no sin cierta desesperación, revertir.
El punto central de este nuevo bullicio político no se hunde en la estrategia electoral de la derecha, sino en la incorporación de un nuevo discurso económico que se filtra por múltiples ventanas. Este discurso, que mira con sospecha el mercado desregulado, hoy emerge desde la UDI, pero también lo ha hecho desde el mismo gobierno: así ha pasado con el Transantiago, hoy bien subsidiado, y también con la Ley General de Educación para reformar la LOCE que intenta liberar a la enseñanza de criterios mercantiles.
El fin del lucro en la educación, la otra gran iniciativa presentada por el gobierno, también se ha estrellado con las críticas de la derecha. El mismo Hernán Larraín, que ha acusado el favoritismo gubernamental hacia la gran empresa y se ha enfrentado a los caciques del sector privado, ha apoyado el concepto de lucro en la educación. ¿En qué estamos? ¿Cuál es el orden del relato? La UDI apoya el libre mercado en la educación y lo impugna en el sector productivo, pero está por la pyme en educación y en otros sectores. Una lógica que podría contener una contradicción, pero que también contiene una buena razón: la pyme es un universo electoral bastante más amplio que la gran empresa. Pero este razonamiento conduce necesariamente a una pregunta: Si la Udi ya no representa los intereses de la gran empresa, ¿a quién o qué poderes representa? ¿Al pinochetismo? Corriente que también cabe preguntarse si aún sobrevive.
Larraín, que se ha distanciado de la gran empresa ha sido cauto para mantener buenas relaciones con las pymes y con otras ramas de la producción, como los agricultores tradicionales agrupados en la Sociedad Nacional de Agricultura, rubro, hay que recordar, conservador como el que más y enemigo de las políticas de apertura de mercados, tratados de libre comercio y globalización en general. En suma, estos agricultores, como casi todos los del mundo, quieren medidas de excepción y protección.
Las pymes, sin tener el rasgo de carácter ni el linaje de los agricultores tradicionales, optan con mantener su cualidad de organismo gremial independiente de partidos políticos. Claro que la historia de las políticas económicas tampoco les ha jugado a su favor, la que ha mantenido marginadas a las pymes por los últimos veinte o talvez treinta años.
Es posible que no sea éste un momento de cambio en la historia económica del país, pero hay suficientes variables que marcan un punto de inflexión en el devenir del modelo de libre mercado, las que serán determinantes en el diseño que tendrán las políticas que hoy se legislan a favor de la pequeña y mediana empresa. El dirigente de este gremio, Andrés Ovalle, ha declarado que las pymes no se casan ni con el gobierno ni con la oposición y también ha señalado que observan con atención el proceso legislativo. En medio del ruido, es posible que las pymes no sólo logren algunas excepciones y protecciones, sino que sellen el comienzo del fin del totalitarismo de mercado.
No vamos a negar que no exista preocupación legítima por el estado y el destino de las pymes, pero tampoco negar que es un cuidado similar al que se manifiesta por las ya citadas clases medias, los trabajadores, en fin, la familia chilena. Una evocación presente en determinados y poco frecuentes discursos electorales, y ausente en los grandes hechos. Porque si nos remontamos a los últimos veinte años de la historia económica chilena, lo que abunda es un deterioro de las pymes y un fortalecimiento de la gran empresa. Una transferencia de recursos y de mercados desde los más débiles hacia los más fuertes. En otras y más brutales palabras, un traspaso de la riqueza desde los pobres a los ricos, proceso que pese a estar presente en calidad de escándalo en algunas palabras de los gobernantes, no ha logrado resolverse, como si su solución estuviera entregada al devenir de la naturaleza. Lo dijo el ex presidente Ricardo Lagos antes de dejar La Moneda y lo ha repetido Michelle Bachelet. Y durante el actual periodo de desvelo por las pymes, lo ha recordado el gobierno y la oposición.
El plan Chile Invierte, que contenía la hoy repudiada depreciación acelerada que impugnaron las pymes, la derecha en bloque y tres senadores de la Concertación –Carlos Ominami, Adolfo Zaldívar y Nelson Avila- no estaba orientado hacia un tipo de empresa en particular. Es (o era) un plan elaborado para el conjunto del sector privado, grupo heterogéneo cuyo poder, expresado desde los mercados, las ventas y los capitales, está escorado hacia la gran empresa. Entregar una ventaja de forma pareja a todo el universo empresarial significaba, y así lo han entendido las pymes, y después lo ha replicado la oposición, mantener y aun amplificar la desigualdad. La medida, a la que de manera implícita también estaban invitadas las pequeñas y medianas, no sólo no les calzaba, sino que fortalecería a su competencia. Cálculos de los organismos gremiales estimaban que sólo unas 60 mil pymes podrían haberse favorecido con el plan, lo que es menos del diez por ciento del total. Para el noventa por ciento restante, el proyecto, indirectamente, les perjudicaría.
No hay posibilidades reales de cambio sin una transformación radical del modelo económico. No puede hacerse la misma política para las presas y sus depredadores sin que se reproduzca y se amplifique la ley de la selva, el neoliberalismo capitalista de mercado desregulado, como le ha llamado el poeta Armando Uribe. Las pymes, si algo se puede hacer por ellas, debieran recibir un trato especial, lo que es establecer excepciones, acaso protecciones, todas medidas, bien se sabe, que se estrellan contra las bases del modelo.
UNA GRIETA EN EL MURO
El rechazo en bloque al proyecto de depreciación acelerada por parte de la derecha, más allá del ruido electoral, ha abierto una grieta, si no al modelo, sí en el discurso económico. Ha colocado por unas semanas a las pymes en un lugar privilegiado de la agenda y ha abierto el estrecho, sesgado y artificioso discurso económico a otras ideas, otras voces y rostros. Esta es una de las escasas oportunidades en las que los actores económicos protagónicos no pertenecen a aquella clase empresarial globalizada que llena las páginas de los periódicos y revistas especializadas y apuntala campañas electorales. El bullicio desatado por la derecha y los senadores disidentes de la Concertación es una gran oportunidad para que las políticas destinadas a las pymes no sean una mera extensión de la agenda de protección social, sino que se incorporen de lleno en la agenda económica y productiva.
Pese al lobbying de la gran empresa, la derecha ha votado en contra del proyecto, lo que ha sido interpretado por no pocos analistas como un gesto de emancipación, de destete, un grito de rebelión de la derecha política ante su gran mecenas, la derecha económica. Un acto que ha sido también, y por sobre todas las cosas, un gesto de desesperación en busca de una estrategia que de una vez por todas la ponga en un sendero seguro hacia La Moneda.
El gesto inicial de la derecha en el senado fue secundado por las primeras declaraciones de la contraparte, las que emergieron desde el corazón de la gran empresa: durante el Foro Económico Mundial, capítulo latinoamericano, Ricardo Claro aprovechó a deslizar que la oposición es (un poco) irreflexiva y no tiene visión de largo plazo, en tanto el presidente de la Confederación de la Producción y del Comercio, Alfredo Ovalle, estimaba que el rechazo al proyecto de depreciación acelerada era “un desmarque pasajero” entre el empresariado y la derecha. Para cualquier traductor, Ovalle interpretaba la votación en el senado como una pataleta de la derecha, o la acción irreflexiva de un niño, que no puede ser independiente. Tarde o temprano volvería al solvente regazo del padre.
Solo estas palabras bastaron el miércoles 26 de abril para la transcripción final del acto que había tenido lugar en el senado durante el rechazo al proyecto del ministerio de Hacienda. A la acción le ha seguido la palabra. Un muy molesto presidente de la Udi, Hernán Larraín, no sólo le dijo a Ovalle que hasta aquí llegamos, que no hay nada más que hablar, sino que fue enfático para colocar a los empresarios, lo mismo que al gobierno, como una alianza entre poderosos que opera de espaldas a la gente, a los pobres...
Vale reproducir las expresiones exactas de Larraín, las que, sin duda, al menos en el discurso, son una inversión del orden de las palabras políticas de los últimos años. “Estamos asistiendo a la alianza de los grandes empresarios con el gobierno. Nosotros nos mantenemos al margen de esa alianza y representamos los sentimientos de la gente, de la gente común, de los pequeños y medianos empresarios que han sido abandonados a su suerte por el gobierno, aparentemente también aliado con algunos grandes empresarios”. “Nosotros vamos a seguir en esto porque no nos equivocamos en dónde tenemos que estar, vamos a estar al lado de la gente que necesita de nuestro apoyo, de la gente más humilde, de los pequeños, de los más débiles. El gobierno, ya el país lo sabe, aliado con los grandes empresarios ha iniciado una nueva etapa en su gobierno, y en esa etapa nosotros no participamos”.
Desde la década pasada la gran empresa ha estado, sino aliada como acota Larraín, sí cercana a los gobiernos de la Concertación. Más allá de algunas diferencias, las que surgen de los atavismos ideológicos del empresariado –vale recordar que el propio Alfredo Ovalle, el mismo día de su investidura como presidente de la CPC en diciembre pasado, pasó por la Escuela Militar para rendirle los últimos honores al finado Augusto Pinochet- ha habido un consenso en torno a la política económica, la que ha favorecido, qué duda cabe, a la gran empresa. Para ello, basta mirar los números de las principales sociedades anónimas, las grandes beneficiadas por las políticas de los últimos veinte años. Alfredo Ovalle, que viene del sector de la gran minería, posiblemente ha gozado de estas ofrendas.
Tampoco es misterio ni novedad que los gobiernos de la Concertación, presuntamente de izquierda, son mejores administradores que la derecha de la llamada cuestión social, asunto que ha sido levantado con bastante ostentación por éste y anteriores gobiernos. Desde la tan alardeada “tranquilidad social” de la década pasada, que no es necesariamente una analogía de bienestar sino de inmovilidad social, a la actual red de protección social, tejido más bien ralo que recoge hoy a los marginados del mercado y terminará, al ritmo de concentración de los ingresos y la riqueza, por recoger a muchos más. La relación que se ha establecido entre el sector privado y los gobiernos de la Concertación, buenos administradores del modelo económico que con tanta fruición ha defendido este empresariado desde su instauración hacia comienzos de la década de los ochenta, hace presagiar que, de mantenerse el modelo y buenas cifras de utilidades empresariales, la relación podría prolongarse de forma indefinida.
TECNÓCRATA POR EXCELENCIA
Durante las últimas semanas una de las evidencias de esta “alianza” ha sido la coordinada defensa que ha hecho el empresariado y toda su red comunicacional, empezando por El Mercurio, de la figura e imagen del ministro de Hacienda. Andrés Velasco ha sido desde finales del año pasado, y con mayor énfasis a partir de la puesta en marcha del fallido y denostado Transantiago, objeto creciente de las críticas de parlamentarios de la Concertación y la derecha. Velasco y su perfil tecnocrático como imagen de las políticas económicas del gobierno. Velasco, como la quintaesencia del neoliberalismo.
Al hacer una analogía, las pymes han pasado a ser la clase media del sector productivo. No por su pertenencia a un grupo socioeconómico, aun cuando de cierta manera también la tienen, sino en cuanto a objetivo electoral. La súbita mutación de las pymes en bandera política responde a una oposición que no da tregua en la búsqueda de estrategias que le otorguen una ventaja que la realidad política les ha negado. Pese a la los errores del gobierno, Transantiago incluido, y a los eventos de corrupción, la pérdida de apoyo ciudadano de Michelle Bachelet no se ha traducido en una ganancia para la Alianza de derecha. Un fenómeno que este conglomerado se ha propuesto, no sin cierta desesperación, revertir.
El punto central de este nuevo bullicio político no se hunde en la estrategia electoral de la derecha, sino en la incorporación de un nuevo discurso económico que se filtra por múltiples ventanas. Este discurso, que mira con sospecha el mercado desregulado, hoy emerge desde la UDI, pero también lo ha hecho desde el mismo gobierno: así ha pasado con el Transantiago, hoy bien subsidiado, y también con la Ley General de Educación para reformar la LOCE que intenta liberar a la enseñanza de criterios mercantiles.
El fin del lucro en la educación, la otra gran iniciativa presentada por el gobierno, también se ha estrellado con las críticas de la derecha. El mismo Hernán Larraín, que ha acusado el favoritismo gubernamental hacia la gran empresa y se ha enfrentado a los caciques del sector privado, ha apoyado el concepto de lucro en la educación. ¿En qué estamos? ¿Cuál es el orden del relato? La UDI apoya el libre mercado en la educación y lo impugna en el sector productivo, pero está por la pyme en educación y en otros sectores. Una lógica que podría contener una contradicción, pero que también contiene una buena razón: la pyme es un universo electoral bastante más amplio que la gran empresa. Pero este razonamiento conduce necesariamente a una pregunta: Si la Udi ya no representa los intereses de la gran empresa, ¿a quién o qué poderes representa? ¿Al pinochetismo? Corriente que también cabe preguntarse si aún sobrevive.
Larraín, que se ha distanciado de la gran empresa ha sido cauto para mantener buenas relaciones con las pymes y con otras ramas de la producción, como los agricultores tradicionales agrupados en la Sociedad Nacional de Agricultura, rubro, hay que recordar, conservador como el que más y enemigo de las políticas de apertura de mercados, tratados de libre comercio y globalización en general. En suma, estos agricultores, como casi todos los del mundo, quieren medidas de excepción y protección.
Las pymes, sin tener el rasgo de carácter ni el linaje de los agricultores tradicionales, optan con mantener su cualidad de organismo gremial independiente de partidos políticos. Claro que la historia de las políticas económicas tampoco les ha jugado a su favor, la que ha mantenido marginadas a las pymes por los últimos veinte o talvez treinta años.
Es posible que no sea éste un momento de cambio en la historia económica del país, pero hay suficientes variables que marcan un punto de inflexión en el devenir del modelo de libre mercado, las que serán determinantes en el diseño que tendrán las políticas que hoy se legislan a favor de la pequeña y mediana empresa. El dirigente de este gremio, Andrés Ovalle, ha declarado que las pymes no se casan ni con el gobierno ni con la oposición y también ha señalado que observan con atención el proceso legislativo. En medio del ruido, es posible que las pymes no sólo logren algunas excepciones y protecciones, sino que sellen el comienzo del fin del totalitarismo de mercado.