Farewell: Elegía a Peter Walder Gebauer (Viena, 28 de agosto de 1931-Santiago de Chile, 30 de octubre de 2007)
Hoy damos el último adiós a nuestro padre, que es la despedida a un hombre, y también una tardía despedida a un niño, un pequeño sobreviviente de los pliegues más oscuros de la historia del siglo XX.
Peter Franz Edmund Walder Gebauer nació en 1931, hace 76 años, en el corazón de Europa, durante el prólogo de lo que sería la más bestial aventura humana del siglo pasado. Fue tal vez un mal momento para llegar al mundo, incluso en la hermosa y profunda Viena en la que Peter habría crecido, si la historia no lo hubiera empujado, como a muchos otros millares, al desarraigo, a la soledad, al miedo. Gélidos vientos de guerra, de intolerancia, impulsaron a la familia Walder Gebauer a Praga, enseguida a Ostrava, y más tarde, a la diáspora, a la fragmentación.
Antes de que cumpliera los siete años, sus padres embarcaron solo a Peter en aquel programa humanitario británico llamado Kindertransport para salvar niños judíos. Pasó los años de la guerra en un internado al sur de Londres, seis años que fueron para él casi toda su infancia. Un océano de desamparo fue el único nexo con sus padres, refugiados entonces en un lugar tan exótico y remoto como el puerto de Valparaíso.
La suya fue una singular familia. Leo, un químico judío, y Edith, católica, se casaron a comienzos del siglo pasado en Viena bajo la religión luterana. Sus dos hijas mayores, Cristina y Lilly, viajaron con sus padres a Chile, mientras Peter adoptaba al otro lado del Atlántico no sólo la religión anglicana, sino la lengua y la cultura británica. Esa era su segunda infancia, y también su primer renacimiento.
A diferencia de tantos otros niños, Peter pudo reunirse con sus padres en 1945. En contraste con otros millones de víctimas, él fue un sobreviviente con una nueva vida, con una sobrevida que duraría setenta años.
Chile no fue sólo un nuevo país, fue su cuarto país, y el español su cuarta lengua, una herramienta extraña pero el único vínculo de relación con su madre. Aunque Edith hablaba con extrema dificultad castellano, Peter ya había mudado el alemán y el checo por el inglés perdiendo la familiaridad con la lengua materna. En realidad, no sólo la lengua materna se había retirado de su vida, sino gran parte de sus recuerdos, de su cultura. De cierta manera, su formación, su identidad, se cristalizaron durante sus años en Inglaterra. Cuando su madre abrazó a Peter en 1945 halló no al niño vienés, sino a un niño británico.
Nuevamente el desarraigo, otra vez la mutación de lengua, de cultura, los acomodos en la identidad. Peter, que fue austriaco, checo, inglés, ahora era chileno.
Aquí decidió hacer su vida, hundir sus raíces hacia la profundidad de varias capas geológicas. Mudó otra vez de costumbres, obtuvo la nacionalidad de este lugar en el sur del mundo, y se casó con una chilena. Veinte años más tarde, tras la muerte de Martha, su primera esposa, se casó nuevamente con otra chilena, con María Amalia, hoy su viuda. A la acogida que Chile le dio, Peter respondió con una valiosa entrega profesional. Creó industrias, aportó conocimientos, organizó equipos humanos en los que supo generar relaciones amables y respetuosas. Hizo amigos entrañables que hoy están aquí acompañándolo y otros que partieron antes que él; disfrutó de su ineludible juego de bridge cada semana, construyó con sus propias manos su primera casa rodante en que recorrió innumerables veces el paisaje de este país, fue pescador aficionado -con poco éxito y mucho entusiasmo-, a pesar de su evidente apariencia de gringo, intentó con honestidad entender a los chilenos y ser uno más de ellos. Vibró y también sufrió nuestra historia durante la dolorosa década de los setentas.
Peter tuvo aquí hijos, hijas, entrañables yernos y nueras, cuñados, sobrinos y numerosos nietos. Recreó su vida, su gran familia, una patria. Recreó un sentido de lo humano capaz de contrarrestar esos ecos de la guerra, que guardó, con generosa discreción, en lo más secreto de su memoria. Estuvo agradecido hasta el último de sus días de esta tierra, que por fin, tras su cruda infancia, le permitió vivir, soñar, y hoy descansar en paz. Pero aún así, al paso de los años, de las décadas, de los cambios de lengua y territorios, siempre afloró como un suave rumor, con el susurro de su amado Strauss, su Viena natal y su Inglaterra adoptiva.
Un niño especial, como él mismo se definió y le confesó a María Amalia durante aquellos largos días y noches que duró su despedida. Fue un hombre creado por sí mismo, que deja en nosotros una huella de entrega y sobriedad, de creatividad y afecto. En nosotros queda la extensión de su intensa historia, hecha de desarraigos, pero también de inolvidables renacimientos.
Peter hoy danza un vals; el danzará por siempre en nuestro recuerdo.
Texto leído por Paul Walder el 2 de noviembre de 2007 en la Iglesia Anglicana Saint Andrew de Santiago de Chile durante el funeral de su padre, Peter Walder.
Peter Franz Edmund Walder Gebauer nació en 1931, hace 76 años, en el corazón de Europa, durante el prólogo de lo que sería la más bestial aventura humana del siglo pasado. Fue tal vez un mal momento para llegar al mundo, incluso en la hermosa y profunda Viena en la que Peter habría crecido, si la historia no lo hubiera empujado, como a muchos otros millares, al desarraigo, a la soledad, al miedo. Gélidos vientos de guerra, de intolerancia, impulsaron a la familia Walder Gebauer a Praga, enseguida a Ostrava, y más tarde, a la diáspora, a la fragmentación.
Antes de que cumpliera los siete años, sus padres embarcaron solo a Peter en aquel programa humanitario británico llamado Kindertransport para salvar niños judíos. Pasó los años de la guerra en un internado al sur de Londres, seis años que fueron para él casi toda su infancia. Un océano de desamparo fue el único nexo con sus padres, refugiados entonces en un lugar tan exótico y remoto como el puerto de Valparaíso.
La suya fue una singular familia. Leo, un químico judío, y Edith, católica, se casaron a comienzos del siglo pasado en Viena bajo la religión luterana. Sus dos hijas mayores, Cristina y Lilly, viajaron con sus padres a Chile, mientras Peter adoptaba al otro lado del Atlántico no sólo la religión anglicana, sino la lengua y la cultura británica. Esa era su segunda infancia, y también su primer renacimiento.
A diferencia de tantos otros niños, Peter pudo reunirse con sus padres en 1945. En contraste con otros millones de víctimas, él fue un sobreviviente con una nueva vida, con una sobrevida que duraría setenta años.
Chile no fue sólo un nuevo país, fue su cuarto país, y el español su cuarta lengua, una herramienta extraña pero el único vínculo de relación con su madre. Aunque Edith hablaba con extrema dificultad castellano, Peter ya había mudado el alemán y el checo por el inglés perdiendo la familiaridad con la lengua materna. En realidad, no sólo la lengua materna se había retirado de su vida, sino gran parte de sus recuerdos, de su cultura. De cierta manera, su formación, su identidad, se cristalizaron durante sus años en Inglaterra. Cuando su madre abrazó a Peter en 1945 halló no al niño vienés, sino a un niño británico.
Nuevamente el desarraigo, otra vez la mutación de lengua, de cultura, los acomodos en la identidad. Peter, que fue austriaco, checo, inglés, ahora era chileno.
Aquí decidió hacer su vida, hundir sus raíces hacia la profundidad de varias capas geológicas. Mudó otra vez de costumbres, obtuvo la nacionalidad de este lugar en el sur del mundo, y se casó con una chilena. Veinte años más tarde, tras la muerte de Martha, su primera esposa, se casó nuevamente con otra chilena, con María Amalia, hoy su viuda. A la acogida que Chile le dio, Peter respondió con una valiosa entrega profesional. Creó industrias, aportó conocimientos, organizó equipos humanos en los que supo generar relaciones amables y respetuosas. Hizo amigos entrañables que hoy están aquí acompañándolo y otros que partieron antes que él; disfrutó de su ineludible juego de bridge cada semana, construyó con sus propias manos su primera casa rodante en que recorrió innumerables veces el paisaje de este país, fue pescador aficionado -con poco éxito y mucho entusiasmo-, a pesar de su evidente apariencia de gringo, intentó con honestidad entender a los chilenos y ser uno más de ellos. Vibró y también sufrió nuestra historia durante la dolorosa década de los setentas.
Peter tuvo aquí hijos, hijas, entrañables yernos y nueras, cuñados, sobrinos y numerosos nietos. Recreó su vida, su gran familia, una patria. Recreó un sentido de lo humano capaz de contrarrestar esos ecos de la guerra, que guardó, con generosa discreción, en lo más secreto de su memoria. Estuvo agradecido hasta el último de sus días de esta tierra, que por fin, tras su cruda infancia, le permitió vivir, soñar, y hoy descansar en paz. Pero aún así, al paso de los años, de las décadas, de los cambios de lengua y territorios, siempre afloró como un suave rumor, con el susurro de su amado Strauss, su Viena natal y su Inglaterra adoptiva.
Un niño especial, como él mismo se definió y le confesó a María Amalia durante aquellos largos días y noches que duró su despedida. Fue un hombre creado por sí mismo, que deja en nosotros una huella de entrega y sobriedad, de creatividad y afecto. En nosotros queda la extensión de su intensa historia, hecha de desarraigos, pero también de inolvidables renacimientos.
Peter hoy danza un vals; el danzará por siempre en nuestro recuerdo.
Texto leído por Paul Walder el 2 de noviembre de 2007 en la Iglesia Anglicana Saint Andrew de Santiago de Chile durante el funeral de su padre, Peter Walder.