La televisión impone sus normas
Un extraño episodio de características legales ha confundido los escenarios del espectáculo medial. Un grupo de espectadores ha tomado con seriedad su categoría de consumidor televisivo, aunque ésta se limite a llamadas telefónicas, encuestas y votaciones electrónicas, y ha llevado su rabia y frustración ante el Servicio Nacional del Consumidor (Sernac). Hablamos del reality show “La Granja Vip” de Canal 13, un programa que basa su estructura dramática y desarrollo en las preferencias del público, entidad que ha pasado a ser participante, y en este caso ha mutado en consumidor. El suceso que nos convoca ha sido una decisión unilateral de los productores de La Granja, quienes no respetaron la voluntad de los espectadores-electores, que en este caso han sido los derechos de los consumidores.
El episodio genera enormes disociaciones y contradicciones, pero también nos devela esa esencia, artificialmente mágica, de la televisión. De partida, la TV es consumida como un producto real, como una realidad, no obstante esa noción de realidad, que se construye en los espectadores, no es compartida por sus mismos creadores. Para aquel lado de la pantalla, la TV es una industria más, que en este caso fabrica deseos, ilusiones, ficción, lo que es el show business, que es también negocios. La contradicción a la que aludimos surge cuando los creadores de La Granja, que la han publicitado como un evento real (a diferencia, puede ser, de una teleserie, que es ficción), terminan alterando y dramatizando por cuenta propia, tal vez agregando más realidad a la realidad, lo que genera un clásico y editado producto de televisión. De las declaraciones de los productores del programa aparecidas en la prensa se puede recoger con bastante claridad este criterio: “Es un juego y la final la decidió un grupo al interior de La Granja Vip” dijo la gerencia de producción de este canal. Estamos, decimos nosotros, en el terreno de la televisión, que es entretención y fantasía.
El evento citado se ha estrellado con nuevos elementos, como lo es, entre otros posibles, la férrea y ceñuda defensa que ha hecho el espectador por mantener a la TV en su estatus de realidad. Para este espectador-consumidor la televisión tendría la misma categoría que cualquier otro producto o servicio. Su única falsedad o irrealidad estaría en el engaño, en unas expectativas no cumplidas generadas por el vendedor o avisador. Dan lo mismo unas zapatillas defectuosas, un crédito con comisiones no alertadas o un programa de televisión presentado en condiciones confusas. En todas las situaciones, estarían vulnerados los derechos del consumidor.
A las autoridades del Sernac, a diferencia del canal, el “juego” no le ha hecho gracia. Se ha tomado las cosas con seriedad y ha relacionado las condiciones del programa con la normativa de los sorteos y promociones incluida en la ley del Consumidor: “En toda promoción u oferta se deberá informar al consumidor sobre las bases de la misma y el tiempo o plazo de su duración. No se entenderá cumplida esta obligación por el solo hecho de haberse depositado las bases en el oficio de un notario”. Pero estamos en un territorio diferente, que es la ilusión con apariencia de realidad.
La discusión no es nueva y ya ha estado más o menos cínicamente zanjada en otras latitudes. Podemos recordar The Quiz Show, el film de Robert Redford de 1994, el que narra peripecias similares en un concurso de la televisión norteamericana durante los comienzos de los años sesenta. La película, que está basada en hechos reales, relata la historia de un programa que consiste en una serie de preguntas a los concursantes, quienes, por cierto, han de responder acertadamente. La historia se complica cuando un abogado que trabaja para un comité del Congreso sospecha que el concurso es una estafa porque los concursantes conocen las preguntas de antemano. Lo importante para la televisión y los avisadores no era el concurso en sí mismo o la solvencia de los concursantes, sino el impacto que causaba en el espectador, medido a través del rating.
El sentido de este relato es contar que el caso se discutió en el Congreso de Estados Unidos, corporación que liberó a la televisión de todas las acusaciones de engaño o estafa. En una interpretación libre, lo que dijeron los congresistas fue que se trataba de entretenimiento, de televisión, de ficción en suma, lo que redimía a la estación respecto a los métodos con los que elaboraba su producto.
Está claro que aquella decisión estaba sostenida por intereses económicos que requerían de una televisión en el umbral de la realidad: para ciertos temas es un circunspecto espejo del mundo, pero en otras circunstancias es simple entretención, denominación que aguanta toda la ambigüedad e interpretaciones posibles. Nuestra televisión tal vez va aún más lejos, porque ha logrado meter en esta confusa categoría toda su programación. El reality show va desde el matinal a los telediarios.
El episodio genera enormes disociaciones y contradicciones, pero también nos devela esa esencia, artificialmente mágica, de la televisión. De partida, la TV es consumida como un producto real, como una realidad, no obstante esa noción de realidad, que se construye en los espectadores, no es compartida por sus mismos creadores. Para aquel lado de la pantalla, la TV es una industria más, que en este caso fabrica deseos, ilusiones, ficción, lo que es el show business, que es también negocios. La contradicción a la que aludimos surge cuando los creadores de La Granja, que la han publicitado como un evento real (a diferencia, puede ser, de una teleserie, que es ficción), terminan alterando y dramatizando por cuenta propia, tal vez agregando más realidad a la realidad, lo que genera un clásico y editado producto de televisión. De las declaraciones de los productores del programa aparecidas en la prensa se puede recoger con bastante claridad este criterio: “Es un juego y la final la decidió un grupo al interior de La Granja Vip” dijo la gerencia de producción de este canal. Estamos, decimos nosotros, en el terreno de la televisión, que es entretención y fantasía.
El evento citado se ha estrellado con nuevos elementos, como lo es, entre otros posibles, la férrea y ceñuda defensa que ha hecho el espectador por mantener a la TV en su estatus de realidad. Para este espectador-consumidor la televisión tendría la misma categoría que cualquier otro producto o servicio. Su única falsedad o irrealidad estaría en el engaño, en unas expectativas no cumplidas generadas por el vendedor o avisador. Dan lo mismo unas zapatillas defectuosas, un crédito con comisiones no alertadas o un programa de televisión presentado en condiciones confusas. En todas las situaciones, estarían vulnerados los derechos del consumidor.
A las autoridades del Sernac, a diferencia del canal, el “juego” no le ha hecho gracia. Se ha tomado las cosas con seriedad y ha relacionado las condiciones del programa con la normativa de los sorteos y promociones incluida en la ley del Consumidor: “En toda promoción u oferta se deberá informar al consumidor sobre las bases de la misma y el tiempo o plazo de su duración. No se entenderá cumplida esta obligación por el solo hecho de haberse depositado las bases en el oficio de un notario”. Pero estamos en un territorio diferente, que es la ilusión con apariencia de realidad.
La discusión no es nueva y ya ha estado más o menos cínicamente zanjada en otras latitudes. Podemos recordar The Quiz Show, el film de Robert Redford de 1994, el que narra peripecias similares en un concurso de la televisión norteamericana durante los comienzos de los años sesenta. La película, que está basada en hechos reales, relata la historia de un programa que consiste en una serie de preguntas a los concursantes, quienes, por cierto, han de responder acertadamente. La historia se complica cuando un abogado que trabaja para un comité del Congreso sospecha que el concurso es una estafa porque los concursantes conocen las preguntas de antemano. Lo importante para la televisión y los avisadores no era el concurso en sí mismo o la solvencia de los concursantes, sino el impacto que causaba en el espectador, medido a través del rating.
El sentido de este relato es contar que el caso se discutió en el Congreso de Estados Unidos, corporación que liberó a la televisión de todas las acusaciones de engaño o estafa. En una interpretación libre, lo que dijeron los congresistas fue que se trataba de entretenimiento, de televisión, de ficción en suma, lo que redimía a la estación respecto a los métodos con los que elaboraba su producto.
Está claro que aquella decisión estaba sostenida por intereses económicos que requerían de una televisión en el umbral de la realidad: para ciertos temas es un circunspecto espejo del mundo, pero en otras circunstancias es simple entretención, denominación que aguanta toda la ambigüedad e interpretaciones posibles. Nuestra televisión tal vez va aún más lejos, porque ha logrado meter en esta confusa categoría toda su programación. El reality show va desde el matinal a los telediarios.