WALDERBLOG - "El desvío de lo real"

viernes, julio 15, 2005

El trabajo accesorio

Las estadísticas oficiales nos dicen que el desempleo va en retirada y nos acercamos a los niveles previos a las crisis que han golpeado los sistemas económicos desde finales de los años noventa. La tasa de desempleo nacional registró un 8,3 por ciento en mayo pasado, el número de ocupados creció un 4,3 por ciento respecto a mayo del 2004 y la fuerza laboral aumentó un 3,3 por ciento en el mismo periodo. En una expresión menos numeral, podemos observar que aun cuando una buena cantidad de personas ha ingresado al mercado laboral durante el último año, este proceso no ha generado un mayor desempleo. Por el contrario, lo que tenemos es una expansión de las plazas laborales en, según calcula el INE, casi 240 mil nuevos empleos. Pese a la contracción de la cesantía, que en Santiago ha bajado en el periodo analizado desde casi un diez a un al 8,2 por ciento, el INE también constata que en el país permanecen sin trabajo más de medio millón de personas, de las cuales prácticamente la mitad viven o padecen en Santiago. Lo que no nos dicen las estadísticas es qué tipo de trabajo se ha creado ni las condiciones en las que se desarrollan los vigentes.

Una encuesta elaborada por el Instituto Libertad y Desarrollo complementa y profundiza las frías estadísticas del INE. Se trata de un sondeo que mide la percepción sobre el mercado laboral, la que revela el clima de vulnerabilidad del trabajador chileno. De la encuesta se desprende que ha disminuido la percepción de encontrar un empleo en lo que resta del año, la familia es la principal fuente de apoyo económico para los cesantes, y, entre los activos, casi la mitad aspira a una mejor remuneración, un 31 por ciento a algo más seguro y un 13 por ciento con mejor horario.

El trabajo, como también la ausencia de trabajo, es en Chile un problema. Una actividad precaria, que expresa toda su debilidad en su fugacidad y en sus múltiples insuficiencias: la gran mayoría de los trabajos sólo se apoyan en la palabra, no cuentan con seguridad social ni salud y no logran satisfacer todas las necesidades más básicas. Para qué hablar de vacaciones pagadas ni reales seguros de cesantía. El trabajador ha de multiplicar de manera prodigiosa su sueldo para pagar gastos básicos como salud, educación, medicamentos, transporte, vivienda, todos ellos, en algún otro momento de la historia, derechos adquiridos que proporcionaba el estado. Debe, incluso, pagarse su propia jubilación –que hoy es voluntaria- si no desea ingresar como anciano a las legiones de indigentes. ¿De dónde obtiene todos estos recursos? Lo que parece un enorme misterio estadístico es nuestra oculta realidad.

Quien tiene trabajo tampoco lo tiene: pertenece al empleador. Los empleos son siempre temporales y frágiles. Los contratos laborales son subcontratos efectuados por el subcontratista del proveedor de un proveedor de la gran empresa. Una larga cadena de papeles mojados y frágiles convenios que ponen al trabajador como una entidad intercambiable y desechable y convierten su vida laboral en una inquietud permanente. El trabajo, que en la historia de la lucha social ha tenido ribetes de tortura y explotación, hoy añade este nuevo suplicio a su tradición. No sólo son cada vez menos los que pueden vanagloriarse de los beneficios laborales, sino hoy escasean aquellos que pueden gozar de mera estabilidad.


El empleo y el desempleo no es un problema individual. Es un mal colectivo que reconfigura de manera muy desigual la forma de vida y hasta el espacio urbano. Santiago vive hoy más el problema de la desindustrialización que de la industrialización. Ha ingresado en este extraño camino inverso del capitalismo posmoderno, que genera crecimiento económico sin empleos o, lo que a largo plazo es un poco lo mismo, con empleos temporales e informales. Pese a su decadencia laboral y social, Santiago mantiene su estatus de polo de atracción campo ciudad, la fuerte centralización del país inhibe su descompresión y es incapaz de generar no sólo empleos de calidad, sino también sólidas expectativas de vida, las que en otros momentos se apoyaron, precisamente, en el trabajo. Los barrios pobres, periféricos de Santiago, no son hoy un producto de la industrialización, como lo fue durante gran parte el siglo XX, sino de la falta de expectativas y de trabajos. Son un subproducto de la inestabilidad, la desigualdad y la pobreza. Santiago crece pese a la decadencia de su industria, a la reducción de su aparato público, la pérdida de poder adquisitivo de las clases medias y sus 227 mil desempleados.