WALDERBLOG - "El desvío de lo real"

lunes, julio 18, 2005

Sujetos de mercado


De sujetos sociales hemos pasado a ser sujetos de mercado. Es ésta nuestra actual condición, la marca de nuestra estrenada modernidad, condición necesaria –por ser hoy quizá la única– de integración social. Somos consumidores, clientes, que es lo mismo que ciudadano o persona. Nuestra tarjeta de crédito, la factura –pagada, por cierto- del agua y la luz, vale lo mismo que el DNI.

Cuando el presidente del Banco Central y los ministros del área económica nos prometen un año de consumo no nos están invitando a derrochar en el mall –como si ello fuera una acción mágica sin efectos terrenales y colaterales- sino a gastar, lo que, en nuestra realidad promedio, es también el pago de cuentas de los servicios, de la salud y la educación. Somos y seremos grandes consumidores, porque todas nuestras necesidades básicas se mueven hoy en día bajo la égida del mercado. Consumir es comprar el pan, una zapatilla china y también pagar el teléfono y la salud.
Aceptaremos que habrá más consumo, que este año, según nos vaticinan, crecerá un ocho por ciento, proporción suficiente y necesaria para mantener en plena exhibición las estadísticas macroeconómicas y atenuar nuestras inquietudes. Pero también habría que considerar que gran parte de este consumo se desvanecerá en la subsistencia diaria, en nuevos y más complejos servicios. Ya no solo es la cuenta del agua, sino también el saneamiento de los residuos líquidos, no sólo es el permiso de circulación, también el TAG, no solo el teléfono, sino el paquete de alta velocidad.

Como el estado no es ya de bienestar, ni empresario, acaso subsidiario, y se ha desprendido de facultades que respondían a derechos ciudadanos, porque hoy aquel ciudadano- consumidor, ha de adquirir aquellos viejos derechos, ahora revestido cual exclusivas mercancías, en el mercado. Desde la circulación, a la salud, a la educación, por cierto que al ocio, y también a la muerte. No hay actividad que no esté regida por las leyes del comercio, que no sea un nicho de mercado.

El consumo es el peaje que hemos de pagar para nuestra integración social. El estado aún guarda sus últimos salvavidas para los márgenes más extremos, pero el grueso de la población, antes sociedad civil, cuerpo social o productivo, ha sido liberado a sus propios designios. ¿Emancipación del estado? Tal vez. Pero una libertad a medias, porque hemos pasado de las burocracias públicas a la privadas. Quién sí se ha liberado ha sido el estado, que se ha quitado la carga de su función social.

Aquellos derechos, expresados en el acceso a la salud, a la educación gratuita, en prestaciones básicas subsidiadas, como el agua y la luz, pasaron a ser bienes que se consumen con toda la carga simbólica de un producto de consumo masivo. Los viajes por la ciudad, la comunicación, la educación y la salud son servicios adquiridos en el mercado como cualquier otra mercancía ofrecida en un mercado bien segmentado. No es lo mismo circular por la costanera norte que andar en micro, como tampoco el plan del celular ni el tipo de establecimiento en el que se recibe la educación.

La desigualdad en los ingresos nos lleva a intuir que existe un enorme esfuerzo para enfrentar los costos de los servicios privatizados, lo que significa un gran esfuerzo por permanecer simbólicamente integrados Pero se asume en silencio, en la intimidad, como si se tuviera vergüenza de exhibir en público las dificultades en el pago de tales necesidades básicas, como si prescindir de ellos fuera algo tan bestial como la ausencia de alimento.

Se trata también de la gran apariencia, como si estas mercancías, esta experiencia de consumo, fuera la reproducción a escala doméstica de los tan publicitados equilibrios macroeconómicos. Estar fuera de ellos es estar fuera de la modernidad.

Nuestra identidad la modela nuestro consumo. Nos moldeamos como individuos por los objetos que consumimos, aun cuando habría que precisar que estos objetos, por sí mismos, reificados, ya casi no tienen valor como objetos. Su valor está incluso más allá de su entidad como mercancía; está en la experiencia que otorgan, ya sea real o virtual. La experiencia de la comunicación, del traslado a alta velocidad, de un seguro de salud de cinco estrellas.

Chile, que ha dado un salto a un tipo muy peculiar de modernidad de mercado, la que es discontinua, con grandes espacios desérticos –o tal vez al revés, un desierto con oasis de modernidad- la expresa de forma muy manifiesta en la oferta de sus servicios, entregados por corporaciones globales.

El filósofo eslovenio Slavoj Zizek plantea que un rasgo definitorio del capitalismo posmoderno –el que existe en estas corporaciones y sus productos e intenta trasmitir a un mercado tal vez no tan moderno y menos posmoderno- es la mercantilización de la experiencia misma: lo que compramos en el mercado son cada vez menos productos tangibles sino experiencias vitales. Los objetos materiales son sólo el sostén de esta experiencia, los que se ofrecen cada vez más en forma gratuita para seducirnos a comprar la verdadera mercancía experiencial, como los celulares gratis si firmamos un contrato anual.

Cómo se ha logrado cargar del simbolismo del consumo lo que hace poco eran simples derechos adquiridos? ¿Cómo se ha logrado fetichizar, según el análisis de las mercancías de Marx, lo que eran derechos básicos que debía de otorgar el estado?

La ubicuidad de las grandes corporaciones no es sólo territorial, sino que se sumerge en nuestras subjetividades y las moldea a través de un enorme aparato comunicacional. Cuando el estado y los partidos gobernantes han claudicado en su función de generar políticas y discursos públicos, han sido las grandes corporaciones, guiadas por su olfato mercantil, las que conducen nuestras actuales y muy probablemente futuras necesidades, las que son satisfechas, o creemos que lo son, con productos y servicios cada vez más simbólicos.

Chile ha sido denominado en ciertos ambientes como un laboratorio del neoliberalismo, lo que nos lleva a preguntarnos nuevamente acerca de nuestra esforzada fruición por el consumo. Fruición, obsesión, porque, que uno sepa, no hay un rechazo masivo por la oferta de estos nuevos servicios ni por la pérdida de derechos adquiridos. Lo que hemos visto son reclamos aislados en los departamentos de atención al cliente o aún más raras denuncias ante el Sernac.

Sin ser agorero, lo que estamos observando en nuestra afectuosa relación con los servicios públicos es una faceta más de lo que Tomás Moulián llamó hace unos años el Chile Actual. Lo que vemos es un país que reafirma aquella actualidad.