El misterioso color de los colorines
Una de las variedades de los díscolos en la homogénea y disciplinada y hasta hace muy poco militarizada política chilena son los “colorines”, matiz cromático que no hace relación ninguna con su origen. Nada más lejos que una relación entre un “colorín” y un “rojo”, aun cuando las vueltas, circulares muchas de ellas, de la clase –más alta que baja- política chilena podría en algún momento y circunstancia estrechar los vínculos entre esas dos variedades cromáticas. Los colorines son una alteración, una facción, al interior de la Democracia Cristiana (DC) chilena, apelativo que surge del color del cabello de su líder: el senador Adolfo Zaldívar Larraín y ex presidente de la DC entre el 2002 y el 2006.
Los colorines habían vivido sin grandes contratiempos al interior de la tradicional y compuesta DC. Ejercían su derecho a exponer sus puntos de vista, su derecho a la crítica, sus atribuciones para formar cónclaves, clanes, camarillas y hasta una cultura propia en el seno del partido. Como en toda gran familia, tolerante y plural, los caciques y patriarcas de la DC aceptaban otras opiniones, nuevos estilos, discursos y relaciones, frecuentemente entre los más jóvenes, tal vez alcaldes y concejales, y con mayor esfuerzo, hasta entre los diputados. Una muestra de tolerancia y civilidad, que ha dado origen a curiosas bandas con apelativos tan domésticos como los colorines. En el partido, hoy con menor peso, conviven chascones (pelo enmarañado, del quechua chas’ka) con guatones (barrigón, del mapuche huata), con aylwinistas, freístas y alvearistas (Soledad Alvear es hoy la presidente de la DC).
En el senado ha sido otra cosa, corporación que hasta muy poco contaba con senadores designados, representantes de las fuerzas armadas y hasta tuvo un par de vitalicios, entre ellos Augusto Pinochet. Una asamblea mesurada, conservadora como la que más, guardiana de la institucionalidad. Así había sido desde 1990. Pero los tiempos han cambiado. Junto al colorín díscolo de la DC, el Senado contiene a otros revoltosos, como el socialista Alejandro Navarro, al ex PPD Fernando Flores, el ex PPD y hoy radical Nelson Avila. El grupo, aun cuando fragmentado y excéntrico, coincide en su rebeldía.
El gobierno de Michelle Bachelet tiene los cupos muy medidos en el Senado para aprobar proyectos de leyes. Con la ausencia, baja o contumacia –Navarro vive un brete que le podría costar su expulsión- de uno o dos parlamentarios, los proyectos, como ha pasado con no pocos durante el año que termina, quedan en el archivo por lo menos hasta un año más. Una amotinada asamblea que ha convertido para el gobierno la aprobación de leyes en una actividad tan incierta como la ruleta.
Sucedió así en abril con el proyecto de Depreciación Acelerada, más tarde al impugnar los nombres propuestos por el gobierno para integrar el directorio de Televisión Nacional, pero también hace unas semanas al negarse a la aprobación del presupuesto para el leviatán de Bachelet, que ha sido el incompleto, deslucido y malogrado Transantiago. Desde su inauguración, en febrero pasado, el sistema de transportes de la capital no sólo no ha cumplido con los horarios, las frecuencias y la cobertura, sino que le ha costado al Estado millones de dólares en subsidios a los operadores privados y al gobierno hacer frente a uno de los peores trances políticos de la historia de la Concertación. A diez meses de su puesta en marcha han caído ministros, las encuestas de popularidad de Bachelet y la responsabilidad del ex presidente Ricardo Lagos es investigada por una comisión parlamentaria. Un ruido destemplado en torno al imperfecto sistema, cuya solución, hasta la fecha, parece insoluble.
Hace unas semanas la totalidad de los parlamentarios de derecha junto a algunos díscolos, entre ellos el colorín Adolfo Zaldívar, le negaron al gobierno fondos por más de cien millones de dólares. Como una formalidad legal, le aprobaron más irónica que simbólicamente, sólo mil pesos (una luca, dos dólares). Un acto, a la vista del peso maligno que tiene sobre la Concertación el Transantiago, que desató la furia contenida al interior de la compuesta DC. La dirección del partido ha pedido a gritos la ejecución de Zaldívar. Está en la silla de su más alto tribunal y, según el rumor de de los caciques, es inminente su expulsión. Una lucha a muerte entre los históricos patriarcas y matriarcas de la DC.
La DC es un partido creado en la década del 50 del siglo pasado, con una inspiración cristiana y falangista española. Conservadores de izquierda, socialistas no marxistas, católicos en variadas expresiones. Un espíritu político que coincidió a la perfección con el escenario histórico de entonces, haciendo crecer a la DC como la espuma hasta la década siguiente. Como en las otras democracias cristianas del mundo, la DC chilena, con su discurso social, por los pobres, estaba allí para constituirse como un muro de contención al avance de las izquierdas de inspiración marxista.
A mediados de los sesenta, ya tenía 82 parlamentarios, un 43 por ciento de los votos, y en 1964 Eduardo Frei Montalva arrasó en las elecciones presidenciales. Un triunfo, un crecimiento tan arrollador que llevó a la exaltación a sus líderes y a prever 30 años de gobiernos democratacristianos en Chile. La historia durante los años siguientes siguió su propio camino.
Los turbulentos años sesenta expusieron a la DC, conservadora, no marxista, a trances ideológicos y profundos y masivos cismas. De la izquierda de la DC surgió el MAPU, y de la izquierda del MAPU el MAPU Obrero Campesino. Movidos años que también provocaron otra gran grieta: La Izquierda Cristiana (IC) atrajo a numerosos jóvenes filo marxistas cultivados en la gran familia DC, que formaron parte del gobierno de Salvador Allende. Ambos partidos hoy han desaparecido, aun cuando varios de los ex Mapu son figuras muy disciplinadas de la Concertación.
Partido bisagra, “ni chicha ni limoná”, “compañeros de viaje de los comunistas”, la DC ha estado con Dios y con el diablo (según desde el lugar que se mire Dios es Dios y el diablo, diablo), relación que no siempre le ha dado buen rédito. De ser la gran aplanadora de los sesenta, hoy el partido no puede ostentar las mismas credenciales con una votación levemente superior el veinte por ciento. Los conspicuos viejos terratenientes y oligarcas, los momios de entonces, no le perdonan haber realizado la primera reforma agraria en Chile durante el gobierno de Frei Montalva –a quien la derecha apoyó entonces- y la izquierda le cargó durante no pocos años su adhesión al golpe de estado de 1973.
Los primeros en ofrecer su hospitalidad a Zaldívar han sido los ultraconservadores de la UDI. Una invitación que deja ver una vez más el deseo de la derecha de atraer a sus filas a los electores democratacristianos, en apariencia incómodos al convivir con los socialistas. Pero la ola posmoderna en la política está llena de paradojas: Zaldívar ha sido invitado a integrar las filas de la derecha, pero su discurso no es de derecha, sino que se hunde en la tradición social más antigua de los fundadores de la DC. La rebeldía de Zaldívar es contra un gobierno neoliberal, que se preocupa, dice, más de la convivencia con las transnacionales que del devenir de los pobres, las pymes y las clases medias. Un discurso que empalma, como vemos, con la doctrina social cristiana.
¿Son los colorines de izquierda? La respuesta la puede entregar la historia reciente. Zaldívar busca la inspiración en sus ancestros, que en su momento estuvieron a la izquierda de la derecha. Hoy, con los vientos turbulentos y arremolinados de la política, con socialistas neoliberales, con una democracia cristiana desorientada, las bases originarias de la DC pueden quedar a la izquierda de la izquierda.
PAUL WALDER
Los colorines habían vivido sin grandes contratiempos al interior de la tradicional y compuesta DC. Ejercían su derecho a exponer sus puntos de vista, su derecho a la crítica, sus atribuciones para formar cónclaves, clanes, camarillas y hasta una cultura propia en el seno del partido. Como en toda gran familia, tolerante y plural, los caciques y patriarcas de la DC aceptaban otras opiniones, nuevos estilos, discursos y relaciones, frecuentemente entre los más jóvenes, tal vez alcaldes y concejales, y con mayor esfuerzo, hasta entre los diputados. Una muestra de tolerancia y civilidad, que ha dado origen a curiosas bandas con apelativos tan domésticos como los colorines. En el partido, hoy con menor peso, conviven chascones (pelo enmarañado, del quechua chas’ka) con guatones (barrigón, del mapuche huata), con aylwinistas, freístas y alvearistas (Soledad Alvear es hoy la presidente de la DC).
En el senado ha sido otra cosa, corporación que hasta muy poco contaba con senadores designados, representantes de las fuerzas armadas y hasta tuvo un par de vitalicios, entre ellos Augusto Pinochet. Una asamblea mesurada, conservadora como la que más, guardiana de la institucionalidad. Así había sido desde 1990. Pero los tiempos han cambiado. Junto al colorín díscolo de la DC, el Senado contiene a otros revoltosos, como el socialista Alejandro Navarro, al ex PPD Fernando Flores, el ex PPD y hoy radical Nelson Avila. El grupo, aun cuando fragmentado y excéntrico, coincide en su rebeldía.
El gobierno de Michelle Bachelet tiene los cupos muy medidos en el Senado para aprobar proyectos de leyes. Con la ausencia, baja o contumacia –Navarro vive un brete que le podría costar su expulsión- de uno o dos parlamentarios, los proyectos, como ha pasado con no pocos durante el año que termina, quedan en el archivo por lo menos hasta un año más. Una amotinada asamblea que ha convertido para el gobierno la aprobación de leyes en una actividad tan incierta como la ruleta.
Sucedió así en abril con el proyecto de Depreciación Acelerada, más tarde al impugnar los nombres propuestos por el gobierno para integrar el directorio de Televisión Nacional, pero también hace unas semanas al negarse a la aprobación del presupuesto para el leviatán de Bachelet, que ha sido el incompleto, deslucido y malogrado Transantiago. Desde su inauguración, en febrero pasado, el sistema de transportes de la capital no sólo no ha cumplido con los horarios, las frecuencias y la cobertura, sino que le ha costado al Estado millones de dólares en subsidios a los operadores privados y al gobierno hacer frente a uno de los peores trances políticos de la historia de la Concertación. A diez meses de su puesta en marcha han caído ministros, las encuestas de popularidad de Bachelet y la responsabilidad del ex presidente Ricardo Lagos es investigada por una comisión parlamentaria. Un ruido destemplado en torno al imperfecto sistema, cuya solución, hasta la fecha, parece insoluble.
Hace unas semanas la totalidad de los parlamentarios de derecha junto a algunos díscolos, entre ellos el colorín Adolfo Zaldívar, le negaron al gobierno fondos por más de cien millones de dólares. Como una formalidad legal, le aprobaron más irónica que simbólicamente, sólo mil pesos (una luca, dos dólares). Un acto, a la vista del peso maligno que tiene sobre la Concertación el Transantiago, que desató la furia contenida al interior de la compuesta DC. La dirección del partido ha pedido a gritos la ejecución de Zaldívar. Está en la silla de su más alto tribunal y, según el rumor de de los caciques, es inminente su expulsión. Una lucha a muerte entre los históricos patriarcas y matriarcas de la DC.
La DC es un partido creado en la década del 50 del siglo pasado, con una inspiración cristiana y falangista española. Conservadores de izquierda, socialistas no marxistas, católicos en variadas expresiones. Un espíritu político que coincidió a la perfección con el escenario histórico de entonces, haciendo crecer a la DC como la espuma hasta la década siguiente. Como en las otras democracias cristianas del mundo, la DC chilena, con su discurso social, por los pobres, estaba allí para constituirse como un muro de contención al avance de las izquierdas de inspiración marxista.
A mediados de los sesenta, ya tenía 82 parlamentarios, un 43 por ciento de los votos, y en 1964 Eduardo Frei Montalva arrasó en las elecciones presidenciales. Un triunfo, un crecimiento tan arrollador que llevó a la exaltación a sus líderes y a prever 30 años de gobiernos democratacristianos en Chile. La historia durante los años siguientes siguió su propio camino.
Los turbulentos años sesenta expusieron a la DC, conservadora, no marxista, a trances ideológicos y profundos y masivos cismas. De la izquierda de la DC surgió el MAPU, y de la izquierda del MAPU el MAPU Obrero Campesino. Movidos años que también provocaron otra gran grieta: La Izquierda Cristiana (IC) atrajo a numerosos jóvenes filo marxistas cultivados en la gran familia DC, que formaron parte del gobierno de Salvador Allende. Ambos partidos hoy han desaparecido, aun cuando varios de los ex Mapu son figuras muy disciplinadas de la Concertación.
Partido bisagra, “ni chicha ni limoná”, “compañeros de viaje de los comunistas”, la DC ha estado con Dios y con el diablo (según desde el lugar que se mire Dios es Dios y el diablo, diablo), relación que no siempre le ha dado buen rédito. De ser la gran aplanadora de los sesenta, hoy el partido no puede ostentar las mismas credenciales con una votación levemente superior el veinte por ciento. Los conspicuos viejos terratenientes y oligarcas, los momios de entonces, no le perdonan haber realizado la primera reforma agraria en Chile durante el gobierno de Frei Montalva –a quien la derecha apoyó entonces- y la izquierda le cargó durante no pocos años su adhesión al golpe de estado de 1973.
Los primeros en ofrecer su hospitalidad a Zaldívar han sido los ultraconservadores de la UDI. Una invitación que deja ver una vez más el deseo de la derecha de atraer a sus filas a los electores democratacristianos, en apariencia incómodos al convivir con los socialistas. Pero la ola posmoderna en la política está llena de paradojas: Zaldívar ha sido invitado a integrar las filas de la derecha, pero su discurso no es de derecha, sino que se hunde en la tradición social más antigua de los fundadores de la DC. La rebeldía de Zaldívar es contra un gobierno neoliberal, que se preocupa, dice, más de la convivencia con las transnacionales que del devenir de los pobres, las pymes y las clases medias. Un discurso que empalma, como vemos, con la doctrina social cristiana.
¿Son los colorines de izquierda? La respuesta la puede entregar la historia reciente. Zaldívar busca la inspiración en sus ancestros, que en su momento estuvieron a la izquierda de la derecha. Hoy, con los vientos turbulentos y arremolinados de la política, con socialistas neoliberales, con una democracia cristiana desorientada, las bases originarias de la DC pueden quedar a la izquierda de la izquierda.
PAUL WALDER
Etiquetas: chile, colorín, colorines, democracia cristiana, zaldívar