WALDERBLOG - "El desvío de lo real"

sábado, abril 30, 2005

Faraón sin pirámide

Cien años atrás, durante el preámbulo de la celebración del primer centenario de la república de Chile, en 1910, una de las más agudas críticas venía desde la izquierda, en la voz de Luis Emilio Recabarren. Entonces, el histórico líder, declaraba que “sólo tienen razón de conmemorarla los burgueses, porque ellos, sublevados en 1810 contra la Corona de España, conquistaron esta patria para gozarla y aprovecharse de todas las ventajas que la Independencia les proporcionaba; pero el pueblo, la clase trabajadora, que siempre ha vivido en la miseria, nada, pero absolutamente nada ha ganado con la Independencia de este suelo de la dominación española".

Motivos sobraban para una crítica tan mordiente. El país, dirigido por una oligarquía, vivía en una fuerte y permanente crisis política, con problemas no menores en educación, vivienda y otros múltiples aspectos sociales, que reducían la esperanza de vida a sólo 31 años. Chile, entonces, tenía una población de unos tres millones 200 mil habitantes, de los cuales unos dos tercios correspondía al mundo rural. Santiago reunía apenas el diez por ciento del total del país y, por cierto, a sus clases dominantes.

La construcción más emblemática para el primer centenario fue el Museo Nacional de Bellas Artes, que reunió obras que estaban albergadas en la Quinta Normal. El Diario Ilustrado describía el 22 de septiembre de 1910, con todo el espíritu europeizante de la época, el nuevo recinto: “Nuestros artistas tienen una regia casa, ese palacio que reúne todas las comodidades y los adelantos en la materia, además de la armonía y belleza de su construcción. Dentro de su recinto se cree estar en Europa, y al asomarnos por los amplios ventanales por donde se filtra la luz suave propicia a los cuadros, vemos las cordilleras de los Andes, todo el hermoso paisaje de nuestro suelo”.

Un siglo ha pasado y Chile se prepara para conmemorar su segundo centenario, tal vez en un clima político más estable que en 1910, pero con no menores problemas sociales que entonces. Uno de ellos está en el radical cambio de la estructura de su población, que de rural ha pasado a ser urbana, con el 87 por ciento de sus habitantes viviendo en ciudades y el 40 por ciento en Santiago.

Durante la apertura del periodo legislativo del año 2000, el presidente Ricardo Lagos reconoció los serios problemas sociales de las ciudades chilenas, las que “hemos contaminado, descuidado e incluso convertido en laberintos de congestión que parecen ahogarnos”. En la oportunidad, Lagos desplegó tal vez su programa más ambicioso, al comprometerse para llegar al Bicentenario “con ciudades más bellas, menos contaminadas, más expeditas, dignas, amables y cultas (…) les propongo realizar una gran reforma de las ciudades para mejorar la integración y la convivencia de las mismas”.
Programa de 241 obras

La propuesta de Lagos ha tomado forma en el Programa Bicentenario, que se despliega en 241 proyectos de muy diversas naturalezas emplazados por todo el país, los que van desde grandes obras de infraestructura vial, renovación urbana y creación de nuevos barrios, obras de regadío, recuperación de los bordes costeros, de edificios históricos, nuevas plazas y parques, y creación de infraestructura turística, entre otros. Al término de su mandato, Lagos prevé tener terminados 89 de estos proyectos y tener otros 57 en ejecución.

Son 26 las ciudades que participan en el gran proyecto, pero los más emblemáticos están en Santiago, desde la red de autopistas urbanas concesionadas, el sistema de transporte público Transantiago, a grandes renovaciones urbanas, como será el Portal del Bicentenario en los terrenos del aeropuerto Los Cerrillos en la comuna de Maipú y las remodelaciones en el casco antiguo de Santiago. Hay también numerosas plazas, parques y edificios, como la nueva biblioteca regional frente al centro cultural Matucana 100, también incluido en el amplio programa, el nuevo centro de Justicia o la Plaza de la Ciudadanía a los pies de La Moneda, que proyectará y abrirá el histórico centro cívico hacia el actual relegado Paseo Bulnes.

Las numerosas obras programadas para el 2010, podemos afirmar, rompen con la inercia de una ciudad modelada durante las últimas décadas por el sector privado, que se ha identificado con espacios cerrados y discriminadores, cuyos mayores símbolos son el mall, el condominio vigilado o los edificios corporativos, que hallan su paroxismo en la torre de Telefónica en la Plaza Italia, erigida cual desvergonzado monumento al poder tecnológico y financiero ibérico instalado a este lado del Cono Sur.

Protagonismo del sector privado

La fuerte irrupción del sector público como regulador y planificador de las ciudades se considera hoy como necesaria, aun entre aquellos sectores oficiantes del liberalismo más recalcitrante, los que han reconocido el fracaso del sector privado en resolver materias como el trasporte público y la planificación urbana. El caos de la locomoción colectiva santiaguina es un efecto directo de un sector liberado a las fuerzas de la oferta y la demanda, lo mismo que la extensión de la ciudad hacia barrios dormitorios cada vez más distanciados de las actividades comerciales, industriales y administrativas, con sus nocivos efectos en contaminación, congestión y degradación de la calidad de vida.

Las obras del bicentenario, que son un efecto de una necesaria intervención pública en el orden urbano, están, sin embargo, cruzadas por los intereses privados, como queda en evidencia en las autopistas urbanas concesionadas, las que aun resolviendo un problema de circulación discriminan su uso y consolidan una perniciosa estructura ciudadana. Santiago, pese a la actual y futura intervención pública proyectada en las obras bicentenario, mantiene y mantendrá aquella segregación del territorio y de las actividades según los ingresos y el papel social de sus habitantes. Las autopistas concesionadas son la certificación de varias ciudades en un gran tejido. Lo que veremos de Santiago es, a grandes rasgos, lo que ya tenemos: espacios públicos de acceso restringido.

El presidente que gobernaba Chile hace cien años atrás no logró pasar a la historia por las obras del centenario. No lo hizo por la crisis de gobernabilidad del sistema parlamentario, y tal vez por mala salud: Pedro Montt murió en agosto de 1910 –le quedaba todavía un año de gobierno- y su reemplazante, Elías Fernández Albano, falleció un mes más tarde, traspasándose el cargo a Emiliano Figueroa, que gobernó con el título de vicepresidente.


Lagos, que goza de buena salud, no será el presidente del 2010, sin embargo ya se ha instalado como un gran y prodigioso constructor, cuyas obras posiblemente perdurarán como lo ha hecho el Museo de Bellas Artes y el entorno del Parque Forestal, un desperdicio antes del centenario. Lagos ha puesto en marcha una actividad constructiva tal vez desequilibrada, al considerar otras grandes falencias sociales nacionales, como la educación, el desempleo o la inequidad en la riqueza, que le ha llevado a ganarse de manera sumergida el apodo de “faraón”, mote que lo relaciona con la obsesión monumental de los viejos reyes egipcios y, contemporáneamente, con su correligionario francés, el ex presidente François Mitterrand. El mandatario galo, que gobernó Francia entre 1981 y 1995, fue apodado “El último Faraón” por una supuesta obsesión por la inmortalidad, expresada en grandiosas obras arquitectónicas (pero básicamente por la pirámide de cristal en el Louvre), que erigió para la conmemoración del bicentenario de la Revolución Francesa.

Con sus diferencias, Lagos quiere poner a Chile en el mundo desarrollado, ubicación que no es sólo estadística y numeral, sino también física, espacial y visual. Hasta el momento, dicen las autoridades, Chile está incorporado al concierto internacional mediante los múltiples tratados de libre comercio y sus exportaciones, pero sus ciudades tienen un claro perfil tercermundista.

La ciudad como expresión del modelo económico

Se trata, en cualquier caso, de una inserción comercial, en la cual el sector privado exportador ha recogido los mayores, y probablemente los únicos, beneficios. Un modelo económico que se extiende a numerosas otras actividades, entre las que está el desarrollo urbano: el estado establece el tablero de juego en el que desplegarán sus actividades, más o menos libremente, los privados. En este sentido, los planteamientos teóricos del gran proyecto, publicados de forma oficial, apuntan hacia este modelo: “La oferta que nuestras ciudades sean capaces de articular dará la clave para esa inserción en la red mundial, a partir de los recursos existentes, su potenciación, transformación o valoración. Con estas reflexiones en perspectiva, la posibilidad de plantear proyectos urbanos emblemáticos que mejoren la fisonomía de una ciudad, así como su memoria urbana colectiva, debe necesariamente asociarse a un planteamiento general de desarrollo, que permita un proceso de renovación con nuevos proyectos e intervenciones más allá del 2010”.

No hace falta una profunda agudeza para detectar la orientación del actual Proyecto Bicentenario. Tampoco para conectar estos planteamientos con una de las más perversas consecuencias del modelo económico. La tremenda y creciente inequidad en la distribución de la riqueza, generada por un bien determinado régimen económico, se ha aplicado y se aplica a la ciudad, cuyos orígenes más bestiales tuvo una expresión con las erradicaciones durante la dictadura: los pobres en el extrarradio, en los márgenes, junto a otros pobres; los pudientes con sus pares.

Las obras del Bicentenario, que apuntan en teoría a mejorar la calidad de vida urbana, no rompen con este esquema de segregación social, que convierte a Santiago en una ciudad fragmentada, donde hay comunas cercanas al Primer Mundo y muchas en el Tercer y no pocas bajo él. Un imaginario de la elite basado en la discriminación nos lleva a considerar las diferencias urbanas y de la calidad del espacio como si fueran parte de la naturaleza. Las clases altas en sus condominios de alto standing y ahora conectadas con sus oficinas o industrias mediante autopistas de peaje de alta tecnología.

El Programa Bicentenario no tiene alusiones explícitas a una mayor integración social, la que si bien no parte del espacio urbano debiera expresarse en él. Por el contrario, el magno proyecto es una continuación, una manifestación física, de las políticas en boga. El urbanista norteamericano Mike Davis, al analizar el escenario de la globalización, afirma que “el mercado libre implica un laberinto de puestos fronterizos fortificados (…) Muy por el contrario, el capitalismo neoliberal ha construido la mayor barrera para la libertad de movimiento de la historia”. Si en el mundo hoy sólo las mercancías tienen libertad de circulación –preguntémosle a los africanos que intentan alcanzar en balsas las costas de la Unión Europea o a cualquier otro pobre del planeta- en Santiago los desplazamientos rápidos –que son y serán los reales y eficientes- estarán limitados a quienes tienen los recursos para solventarlos. Quien no tenga los medios para viajar en una autopista de peaje será como lo es hoy un ciclista en la Alameda: la velocidad es un poder hoy también medido por recursos económicos.

La consolidación de las diferencias

El sociólogo catalán Manuel Castells ha escrito respecto a las ciudades que “la construcción de la convivencia en el respeto de la diferencia son algunos de los retos más importantes que han tenido y tienen todas las sociedades. Y la expresión concentrada de esa diversidad cultural, de las tensiones consiguientes y de la riqueza de posibilidades que también encierra la diversidad se da preferentemente en las ciudades, receptáculo y crisol de culturas, que se combinan en la construcción de un proyecto ciudadano común”.

Lo que tenemos en Santiago está en el extremo contrario a estas afirmaciones. No sólo tendemos a la consolidación de actividades tan absurdas como crueles –vivir en Puente Alto y trabajar en Conchalí o Vitacura- sino a afianzar una ciudad de vidas desiguales. La entrega de las autopistas urbanas a empresas privadas es una clara señal de la disímil ciudad que se refuerza: los pudientes descendiendo por la Costanera Norte a cien kilómetros por hora en sus 4x4 y los pobres y menos pobres dejando más de una hora diaria en el transporte público, lo que no sólo significa baja productividad (aquella gran medida público-privada), sino el deterioro de sus vidas social y familiar.

Crear una gran biblioteca pública, plazas, parques, nuevos barrios (los que estarán, por cierto, liberados a la especulación privada) o la Plaza de la Ciudadanía como extensión del centro cívico (y reforzamiento del poder simbólico del Estado), no resolverá esta distorsión social, que no es sólo la segmentación de las funciones de la ciudad, sino la segregación del territorio como expresión de la segregación social. No sólo tendremos bien precisas las zonas residenciales y laborales, sino también las de clase alta y baja. Bajo esta separación, de qué vale un Paseo Bulnes cuando los oficinistas del centro han de viajar (en micro) más de una hora para llegar a sus hogares. Bajo este modelo tendremos más e inútiles plazas para ricos –que no las usarán porque para eso tienen el club de golf- y plazas para pobres, que ya sabemos cuál es su destino.


Los antiguos faraones construyeron sus obras como emblema personal, como vehículo de trascendencia religiosa en una sociedad teocrática. Los nuevos faraones planifican sus obras como mecanismos de trascendencia histórica, estrategia, sin embargo, apoyada en la inmediatez de sus épocas, la que es resbaladiza ante los cambios sociales, políticos y, por cierto, de la historicidad. Corren el riesgo de quedar inscritos para los futuros historiadores como los constructores de monumentales errores.

lunes, abril 11, 2005

Exhibición de muerte

Con los grandes temas, y con los no tan grandes y también a veces con los pequeños, la prensa nacional ingresa a un estado de euforia operacional que le nubla la visión y la razón. Un estado de obsesión competitiva, en el que las únicas medidas están en el impacto, el volumen, la cantidad, que son horas o superficies impresas. Los grandes temas ponen en marcha todos los mecanismos de competición, de prueba y eficacia, que no es siempre eficiencia, los que están a su vez guiados por las leyes del mercado. Se trata de una carrera que además de prisa tiene mucho de exhibición y pirotecnia táctica, lo que le inhibe la reflexión.

La muerte de Juan Pablo II ha sido como el tsunami, la guerra de Irak, el fatal accidente de Lady Diana en Paris o también un mundial de fútbol: una oportunidad en la que los medios se sienten con la obligación de desplegar todos sus recursos económicos, tecnológicos y humanos para destacar ante la competencia. La necesidad de información que tiene en aquellos momentos la ciudadanía los convierte, junto con el evento, en los protagonistas. Los eventos ya parecen no existir en sí mismos, sino a través de los medios, que los ensanchan, alargan y dramatizan según los supuestos intereses de las audiencias.

Se trata de una carrera estandarizada. No sólo porque todos los medios impresos rompieron con la diagramación de sus portadas y la televisión con su parrilla, sino porque las coberturas son todas similares, como si alejarse de aquel formato altisonante significara precariedad de recursos, ignorancia o falta de sensibilidad. La estandarización, sin embargo, no está exclusivamente en el formato. Penosamente está instalada también en los contenidos, que se simplifican en un solo discurso sin matices. Un discurso que está modelado, ya sea por el poder, ya sea por las corrientes mayoritarias de opinión pública, las que se expresan como un totalitario juicio que aplasta los intereses y sensibilidades de las minorías. En medio de la vorágine informativa se escucha esa sola voz monocorde, que se repite hasta la saturación.

La muerte de Juan Pablo II ha sido la defunción a través de los medios de una figura mediática. Y, en este sentido, es similar a la de Diana Spencer, una personalidad que había sido construida por los medios. En el caso de Karol Wojtyla, cuyo deceso estaba ya anunciado desde hacía meses, fue una exhibición a través de la televisión de un martirologio. El Papa, enfermo desde hacía años, transmitió su mal y sufrimiento –que no es ni mayor ni menor a la de cualquier otro anciano- como prueba y ejemplo de fe y templanza hacia sus seguidores. Pocas veces habíamos observado por televisión un proceso de esta naturaleza.

Lo que ha seguido tras su muerte es lo esperado, un evento comunicacional, el efecto de un proceso, podemos decir de evangelización, conducido hasta las últimas consecuencias por el poder de los medios. El resultado es centenares de millares de creyentes y no tan creyentes pero asiduos consumidores de televisión desfilando al borde del colapso místico emocional por la Plaza San Pedro, espectadores que participan de un suceso histórico tomando fotografías digitales, comprando postales y recuerdos del acontecimiento único.


El producto informativo no es cualquier producto, sino que es una mediación de la realidad social. Pero, bajo este criterio, durante la cobertura informativa tras la muerte del Papa hubo sólo otra realidad capaz de hacerle el peso. Sólo el fútbol se mantuvo como fuente creadora de realidad. El resto del mundo, del conjunto de fenómenos que conforman lo informable, había sucumbido o desaparecido o se habían fusionado con la muerte del pontífice.

El peso de los medios ante estos fenómenos, que son a veces mundiales pero también locales, silencia cualquier otra voz y pensamiento. Es tan espesa y voluminosa la corriente de opinión pública, capaz de acongojar en nuestro caso a millares de espectadores, que no hubo político, periodista –con la excepción tal vez de Tolerancia Cero de Chilevisión- capaz de esbozar un juicio justo sobre las polémicas políticas de Juan Pablo II. El resto, medios y personalidades públicas, candidatos y parlamentarios, miraban temblorosos al vacío con desconsuelo.

Este es tal vez el efecto más perverso de estos masivos eventos mediáticos. Cuando se nubla el criterio se repita a fuerza de costumbre el discurso dominante, que ha sido en el caso que nos compete también un discurso totalitario e intolerante. Así fue como nuestros medios señalaron a ETA durante la jornada del 11 de marzo del 2004, repitiendo el discurso de Aznar; así fue como siguieron también los dictados del pentágono durante la invasión a Irak y así ha sido con este último suceso, cuando también ha sonado una sola voz.

jueves, abril 07, 2005

TVN y su ceguera social

La política espectáculo, aun cuando no es la única política posible, es la que tenemos. Es la política exterior que tuvimos durante el ceremonioso ritual del APEC, que no ha sido otra cosa que una grandilocuente representación de los deseos de nuestros gobernantes y empresarios. Una liturgia tecnológica posmoderna, que proyecta la digitalizada imagen-país desde los salones de cinco estrellas hasta las pantallas de televisión. Es un circuito cerrado ideológico por el que sólo transita el discurso del poder y sus propias aspiraciones: “Chile país modelo”, “Chile primer socio de China”, “Chile, plataforma de ingreso de Asia en Latinoamérica”, “Chile, a las puertas del desarrollo”. Es la neolengua orwelliana en su pleno apogeo, amplificada y modulada por periodistas funcionarios afines al discurso oficial.

La política espectáculo no es la única política. La marcha del viernes 19 de noviembre, una representación de biopolítica (concepto que nace en Foucault y reivindica el cuerpo como nuevo sujeto político ante su destrucción como individuo y colectivo) ha sido, APEC de por medio, un nuevo camino de expresión que los medios nacionales fueron incapaces de interpretar. Y en esta torpeza, en esta ignorancia, social y política, TVN ganó por kilómetros. La cobertura del foro realizada por TVN nos recordó los años de la dictadura, con periodistas sobre ideologizados y una pauteada y sesgada edición en la cual el mundo se dividía en buenos – empresarios y gobierno- y malos, que eran los manifestantes. Había que ver la CNN o la televisión española para enterarse que la expresión ciudadana en las calles era una señal política bastante más potente que la cuajada en los salones del foro.

Los periodistas de televisión permanecieron ciegos ante lo que están ideológicamente adoctrinados a no ver. La marcha, tratada como un acto pintoresco, circense, violento y, por cierto, absolutamente testimonial –que es una manera de barbarizar el evento- mostró la enorme falencia –diría irresponsabilidad- de nuestra televisión para interpretar la realidad (lo que ha de ser una función básica de la prensa). Desde el reinicio de la democracia, hace ya más de una década, la sociedad civil jamás se había volcado con tal energía y amplitud a las calles para expresar una idea, sentimiento o lo que fuere. Más de 30 mil personas, según La Tercera; 35 mil dijo El Mercurio según fuentes oficiales; 50 mil midió La Nación y más de 60 mil los organizadores, todas cifras suficientes para que el propio presidente Lagos reconociera y legitimara la marcha como una contundente señal ciudadana. Un fenómeno que nuestra televisión, muy ocupada en la farándula y en mantener un alto rating, no fue capaz de entender.

En tiempos de globalización, lo que aquí hemos visto es un provincialismo extremo o un temor desmedido (y un poco atávico) al poder. Estos reporteros y editores estiman que la política sólo se hace desde la institucionalidad o desde el espectáculo. Los periodistas desarrollaron una cobertura estandarizada, formateada y prejuiciada, lo que les impidió hacer su labor mínima, que es informar de una manera más o menos objetiva. Podría haber sido el miedo al poder, a los empresarios y al gobierno como organizador del APEC, pero más parece una expresión de autocensura generada por su cerrazón y falta de cultura social y política: no lograron ver la significación de aquella tremenda montaña de 50 o 60 mil personas que avanzaba por la Alameda. Y esto no tiene justificación. Es simplemente un mal periodismo. ¿Por qué sí pudo ver este fenómeno Alberto Pando, el corresponsal chileno de la CNN, lo mismo que otras cadenas internacionales, quienes sí destacaron la marcha como el eje central de sus informativos? ¿Por qué pudo ver con claridad esta situación Ascanio Cavallo en una columna de La Tercera? ¿Por qué hasta Ricardo Lagos Weber reconoció con satisfacción desde su jefatura de los Altos Representantes del APEC la legitimidad de la marcha? La evidencia de la torpe y ciega maquinaria que mueve nuestros informativos de televisión cae por su propio peso.


TVN ya venía dando previamente a la cumbre la nota alta. La entrevista a Colin Powell del jueves 18 de noviembre nos generó aquella extraña sensación que llamamos “vergüenza ajena”. Partimos de la base que TVN es nuestra voz oficial, por lo que cuando la periodista, cuyo nombre no retengo, le pregunta a Powell si “Chile está en la senda correcta”, es Chile, bajo la palabra tergiversada de esta periodista, quien se somete, se subyuga, a la evaluación de este vicario del imperio. Ante esta situación, podemos decir que la política comunicacional del gobierno tiene un corte goebbeliano o está inspirada en la más absoluta frivolidad.

La prensa no sólo ha de informar e interpretar la realidad social. Además ha de ser un vehículo de interrelación entre los diversos sectores de la sociedad. No le pidamos peras al olmo. Pero ahora, cuando hasta el presidente Lagos ha legitimado y oído esta marcha, la televisión, aunque sea bajo su formato de política-espectáculo, debiera incorporar a la “multitud” entre sus futuras pautas informativas.

Como televidente, exijo una mínima explicación.

Sexo, morbo y farándula

Las Ultimas Noticias y, un poco más lejos, La Cuarta, han logrado colocarse a la cabeza de los medios escritos más leídos del país. Las Ultimas Noticias, del conservador grupo Edwards, derivó desde el tabloide de información institucional apreciado por la tercera edad a un tabloide de farándula respetado por dueñas de casa de edad media, oficinistas de toda ralea, quinceañeras y alguna variedad juvenil. Un grupo aparentemente heterogéneo que tiene como nexo común su fruición televisiva.

Las Ultimas Noticias, como también La Cuarta –tabloide otrora amarillo-policial del grupo Copesa- no inscriben una nueva página en la historia mediática chilena, sino que afinan o profundizan, por motivos de mercado, una vieja vertiente sensacionalista presente en la prensa universal. Un género, más bien un producto comunicacional, que mezcla notas de crónica roja y revelaciones de la intimidad ajena junto con una buena dosis de elementos fotográficos: escenas sangrientas, fotografías de figuras públicas comprometedoras y, por cierto, exhibición de desnudos o desnudos parciales. Si esto no alcanza a llenar un diario, es suficiente para titulares y llamados de portada.

La Cuarta por años había desarrollado la fórmula de crónica roja, la que derivó a la farándula de inspiración televisiva. Un giro, hecho con anterioridad por Las Ultimas, que pone a la televisión –y no necesariamente el morbo criminal- como el centro del interés nacional. La TV pasa a ser el gran escenario generador de noticias (los reporteros de Las Ultimas se sientan cada noche frente a un televisor y “reportean” desde allí sus informaciones, lo que también nos indica, por cierto, las características de fábula que puede tener un titular).

Lo que hacen estos medios es un reciclaje de la realidad mediatizada, la que es una realidad debilitada, sin densidad alguna, una realidad monocorde que muta y estandariza los diversos eventos sociales y políticos. El lector de Las Ultimas y La Cuarta no obtiene una información mediatizada, sino que lee un discurso resignificado (sobre la base del morbo y la farándula) de la información televisiva. Son los grandes intérpretes de la televisión, como también sus mejores publicistas.

La prensa sensacionalista o de farándula es una gran aplanadora de las densidades culturales. Reduce la cultura, desde la política, la economía, el arte, a una capa superficial homogénea, bajo o en la cual vive todo el entramado social. Es, claro está, una capa cultural de corte funcional, en la cual no existen diferencias, redes sociales, relaciones de poder o desigualdades económicas. Y, de haberlas, éstas responderían más a un orden natural que a una estructura política, económica o social. En este sentido, este tipo de prensa es profundamente acomodaticia, conservadora y funcional a los poderes fácticos.


La televisión, la gran fuente informativa de esta prensa, también se ajusta al modelo sensacionalista y de farándula. Basta ver el corte de los telediarios y su profusión de reportajes escabrosos o de aquella categoría llamada de “interés humano”, que no es otra cosa que la exacerbación de un dramatismo que promueve la identificación, por un lado, y la compasión, en otros casos. O basta citar también los puntos altos del rating, marcados por la farándula (Kike Morandé) o el morbo policial (Mea Culpa).

El objetivo de esta fórmula ya probada es el alto rating o lectura de diarios, lo que redunda en buenos resultados financieros. El objetivo que mueve a esta prensa es el lucro, lo que nos lleva a preguntarnos, nuevamente y necesariamente, sobre el papel de los medios de comunicación. Podemos decir que es informar y también entretener, sin embargo aquí tenemos un cruce de ambas funciones, lo que produce un híbrido que reduce la información, la trivializa, la convierte en un espectáculo. El producto que surge de esta factoría mediático-cultural es una mercancía homogenizada e insoportable en su liviandad, que amplifica, como si se tratara de una hinchazón enfermiza, el ya de por sí anodino discurso de la televisión.

Lo que tenemos es un nuevo producto que intenta representar la realidad social, como si ésta pasara siempre por la televisión. Como si la única realidad o verdad es la que está en la televisión. Todos los valores sociales son secuestrados por esta prensa, que los mantiene como rehenes. En subsidio, entrega una información elaborada con los criterios del espectáculo, la que no es más que una abierta falsificación, un remedo fútil, de los valores sociales.

El gran argumento de los ejecutivos que promueven esta prensa no es la rentabilidad, sino la demanda por el producto por parte de las audiencias. Esto, que es en cierto modo una verdad (son los programas más vistos y los diarios más leídos), es también un argumento falaz. Desde los orígenes de la teoría de la comunicación de masas se ha hablado del poder de los medios, lo que ha generado numerosas investigaciones y teorías sobre sus efectos en las audiencias. Aun cuando los medios no son el único influjo social, sí tienen la capacidad de modelar comportamientos y valores, de introducir en un grupo cambios sociales.

Al aplanar las tensiones sociales a una capa superficial y banal, estos medios, además de generar modelos de identidad, introducen una visión de la sociedad, que es también un sólido discurso de valor, de las relaciones económicas, sociales y políticas. Un discurso que reduce el cambio social a los usos, costumbres y sexualidad de las figuras de la farándula, pero bloquea, porque omite y también sanciona, desde una visión tan conservadora como la que tienen los propietarios de estos medios, cualquier otra manifestación de cambio social.


El consumo televisivo ha ido en aumento, en tanto la cobertura es prácticamente total. La vida social pasa a través de este medio y el mismo espacio público ha sido reemplazado por la TV. La exposición televisiva forma parte de la rutina diaria y sus contenidos llegan a ser necesarios como elementos de integración social (incluso como tema de conversación). La influencia de la TV llega a ser tal que muta valores y relaciones, convirtiendo sus contenidos y sus figuras en referentes más cercanos a las personas que su mismo entorno social.


Todos estos efectos se los podemos atribuir a la TV. Podríamos preguntarnos si se trata de consecuencias que derivan de los contenidos de la televisión, de su misma tecnología o de la combinación de ambas. ¿Un cambio en los contenidos nos alejaría de la TV? Sin la intención de dar una respuesta, sí podemos recordar que los medios tienen la capacidad de modelar comportamientos y valores.

El trabajo como lotería

La publicidad, aquel mensaje cargado de interesados simbolismos generados para hundirse y traspasar todas las categorías freudianas, es generalmente un anuncio oculto, opaco e imperceptible, aun cuando en ocasiones logra, tal vez por exceso y fruición, trasparentar sus intenciones. En su ejercicio de eficacia, en su búsqueda de espacios abiertos al imaginario chileno, que está por igual compuesto de deseos y temores, expone a la luz íntimas acciones que retratan, como en un docudrama, toda nuestra cotidiana miseria. El trabajo, su precariedad, o su misma y cada vez más evidente escasez, es uno de aquellos casos. En el trabajo, que hoy expresa por igual su cara inversa, que es el desempleo, están nuestros temores.

En el trabajo, nos dice la publicidad de los juegos de azar, no está nuestra identidad, nuestro futuro ni tampoco nuestra dignidad. Es el simple y duro trabajo, como lo ha sido durante tantos siglos; es sudor, en las galeras, canteras, fábricas y hoy maquilas. Aquel mito del self made man pertenece más a la industria cultural del Hollywood de postguerra que a nuestra estructura productiva globalizada. Un mito derribado no sólo por la realidad y las veladas estadísticas, sino por la misma publicidad. La lotería nos ha recordado que a través del trabajo no lograremos jamás ni nuestra emancipación ni dignidad.

La publicidad de los juegos de azar subraya la nueva identidad chilena, que no está en el trabajo sino en el éxito fortuito e instantáneo. Es como reinstalar viejos mitos, que ponen en manos de los astros nuestro destino, el que no estará cerca de un cielo sino más próximo a un crucero en el Caribe o de Las Vegas. Los juegos de azar, que han cultivado estas ilusiones, ahora incorporan una nueva, tan acorde con los nuevos tiempos laborales. El premio, que durante siglos de capitalismo era la recompensa al trabajo duro y persistente, hoy radica, tal como lo fue en la antigüedad, en la providencia. De nada vale –y las actuales circunstancias parece darles la razón a estos publicistas- trabajar para lograr la felicidad. Se trata de un asunto de suerte.

Pero han ido aún más lejos. El premio ya no está sólo en Las Vegas o las islas caribeñas. El premio es también la dignidad, la que no se obtiene, nos dicen, mediante el trabajo. El gran trofeo es la liberación del empleo, a través del cual –nos vuelven a decir- no conseguiremos ninguna recompensa. Porque el trabajo, tal como carrera, escalafón, –de hecho aún persiste tal vez sólo en el aparato público- se difumina y deja en su reemplazo una actividad informal, temporal, de extrema fragilidad.


La publicidad se ha enterado del retroceso de aquellos viejos valores colectivos y de su reemplazo por otros individuales. Cuando el trabajo sólo tiene sentido como una función necesaria para el consumo, el verdadero paraíso de la realización personal estará sólo y exclusivamente en un perpetuo e incombustible consumo. La felicidad en una sociedad mercantilizada se obtiene bajo esta compra frenética e indefinida.

La dignidad, dice la publicidad, no está hoy en el trabajo. La liberación como persona tampoco. Si hoy lo constatan estos avisos, desde hace tiempo los trabajadores. El empleo, informal, precario, y sin una futura realización y menos una sólida pensión, entregado muchas veces al arbitrio y capricho de los empleadores, ha vuelto a ser el yugo para unos o la corbata que aprieta para otros.

4 de octubre 2004

Walder Blog